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Además, las nuevas excursiones por alturas o por profundidades no visitadas antes, me hacen encontrar relaciones nuevas entre montes y montes, entre valles y valles, entre ríos y fuentes. Mi topografía poética, que es todo un poema, mitad didáctico, mitad psicológico, tiene variaciones constantes que pican en dramáticas. Así, por ejemplo, en la edad a que ahora llego, cuando esto escribo, toda esta comarca que descubro, con unos buenos anteojos de marino, desde la cumbre, me parece más pequeña. Castilla está mucho más cerca que yo creía cuando niño: dos, tres leguas no son nada. Ciertas colinas que yo creía antes autonómicas son derivaciones de todo un sistema, dependencias de montes mayores. Todo está más cerca y más relacionado que yo pensaba, todo es menos misterioso, y todo está más triste y menos verde, y, así, como algo gastado. Los árboles que mueren me llevan algo del alma, mientras que los que nacen me parecen forasteros. En fin, dejando esta pendiente por la cual se llega a esa clase de disparates que consisten en hablar de cosas recónditas que no pueden entender los demás, vuelvo al punto de partida de esta digresión, o sea al momento en que, bajando por el valle de Concienes con mi madre, creí notar que aquellas novedades del paisaje... ya las había visto algunas veces, o las había soñado cuando menos. -¿Qué es esto? -me decía-. Si para mí ca-da rincón nemoroso de esta querida tierra tiene fisonomía particular, y, sin que me engañen las apariencias de igualdad o de gran semejanza, descubro siempre diferencias que me sugieren ideas, sensaciones y sentimientos distintos entre arroyo y arroyo, entre cueto y cueto, entre llosa y llosa, panera y panera, lagar y lagar, quintana y quintana; ¿en qué consiste que todo esto que voy viendo, con ser diferente de lo conocido, con tener su propia fisonomía, bien acentuada, con despertar un modo especial del sentimiento, no es para el alma cosa completamente nueva, y si no evoca recuerdos, tampoco tiene el sabor singular de lo desconocido? ¿Será que alguna vez, imaginando cómo serían esta vega, ese bosque, esos prados, aquella ladera, había dado en la cuenta, me había figurado la verdad? No, no podía ser eso: en mi vaga reminiscencia había la especial dulzor melancólica que acompaña al recuerdo, mejor dicho, a la presencia ante el alma renovada de un modo natural en que se halló algún día el espíritu viejo del cual todavía llevamos algo dentro del corazón y del cerebro.