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Comprendía yo entonces ya que me miraba como a un chiquillo, y ahora comprendo, además, que me miraba como a un chiquillo que le hacía mucha gracia por lo que iba teniendo de hombre.
Algo empezaba a molestarme, y aun a humillarme, que en mí to-do le pareciese milagro: lo que había crecido, lo adelantado que estaba en mis estudios, lo que me parecía a mi padre, a quien ella recordaba; porque, como dijo:
-Los recuerdos de mi niñez los tengo yo como plasmados aquí dentro. Aquel plasmados (que mi madre creyó, según después supe, una incorrección: plasmados por pasmados) me dio mucho que pensar desde luego.
Todas aquellas impresiones buenas y medianas se desvanecieron en mí cuando de repente Emilia soltó este chorro de agua rosada sobre mi inocente espíritu:
-Este señor D. Narciso no sabe que en el Pombal se le admira, y se le quiere, y se le espera hace mucho tiempo. Yo me sé de memoria muchos versos tuyos, y mi tía guarda recortes de periódicos en que se habla de tus triunfos.
Mi madre prorrumpió en una carcajada, una de las pocas que le había oído hacía muchos años. Aquella risa era la expresión de una gran alegría, de un placer entero que quería ocultarse en aquella forma.
Mi madre no me hablaba nunca, jamás aludía a lo que llamó Emilia mis triunfos, pero me tenía por un grande hombre futuro. «¡Lástima que el mundo, de todas suertes, fuera tan triste, un engaño, pese a toda clase de grandezas!» Sí: yo era para mi madre casi tan notable como mi padre. «¡Y con ser quien era el otro, se había muerto!» Estas ideas de mi madre se las leía yo mil veces entre ceja y ceja, durante sus melancólicas cavilaciones cuando se quedaba mirando al suelo, con los ojos muy abiertos.
En cuanto a mí, he de confesar que las palabras de Emilia me supieron a gloria. ¡Quería decirse que en aquel Pombal misterioso, que yo contemplaba casi con miedo, tardes y tardes, desde la colina de enfrente, pensaban en mí, y me esperaban, y me querían.