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De todas suertes, las palabras lisonjeras de Emilia Pombal resonaron en mi alma como una música espiritual, suave y dulce. Una emoción completamente nueva, poderosa, que tenía algo de los caracteres cuasi místicos de mis entusiasmos intelectuales y mucho de voluptuosidad sensual alambicada, me tenía embargado y absorto, como sujeto a aquellos ojos sombríos que se clavaban en los míos y gozaban de las miradas como un paladar que saborea un manjar exquisito.
A todo esto la señorita mayor de Pombal nos tenía parados en mitad de la quintana, sin acordarse de invitarnos a entrar en la casa blanca y verde, que ahora me atraía como ofreciéndome ignoradas delicias.
Mi madre y la robusta habladora de los ojos verdes se olvidaban hasta de andar, con aquella charla nerviosa, precipitada; y no sé cuánto tiempo hubiéramos estado de antesala... en la calle, si la conversación no hubiera llevado a las buenas amigas a hablar de Elena y de la tía... que no estaban en la quinta.
-No, señores: no están en casa: están en el prado Somonte viendo segar yerba y cargar los carros. ¿Quieren Vds. subir y tomar algo y que después vayamos a buscarlas? Es ahí, muy cerca.
Se decidió ir en busca de las otras damas antes de todo.
Mi madre se me cogió de un brazo, porque había que subir otro poco por la colina; y... ¡diablo de hembra!, Emilia, pidiéndome permiso con una seña clara, graciosísima, se me cogió del otro brazo.
Era tan alta como yo. Su brazo se apretó un poco contra el mío, sin escrúpulo, para apoyarse de veras. Era duro, redondo y echaba fuego, fuego dulcísimo. La cabellera abundante parecía más negra de cerca. Por el camino me acribilló a preguntas: hasta me preguntó si tenía novia. Yo estaba como una cereza. Mi madre reía.
-¡Qué novia, si es un hurón! -decía mirándome gozosa, segura de que todavía mi corazón no era más que suyo-. A eso vengo: a que me lo enamoréis vosotras.
-Eso allá Elena: yo ya soy vieja para éste.