Cuesta abajo (Leopoldo Alas Clarín) Libros Clásicos

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No fue muy largo, porque pronto apareció, por el lado opuesto del montón de yerba, huyendo de la cautelosa per­secución de Emilia, que quería sorprenderla, la figura entera de Elena, de mi mujer. A la cual vi por vez primera en mi vida, con el rostro mo­reno tendido hacia mí, un dedo sobre sus labios implorando silencio pidiéndome que le guardara el secreto de que estaba allí. Me miraba con los hermosos ojos de castaño muy oscuro, no muy grandes, muy hondos en las sombras centrales, de niñas misteriosas y apasionadas, fijos en los míos; pero sin pensar en mí, atenta a su idea, que era su hermana que la acechaba y de quien se escondía. Parecía que estaba allí quieta, en postura escultural, imagen de la gracia, para retraerse por una eternidad en el fondo de mi alma. Aun ahora, cierro los ojos y la veo como entonces la vi. La bata de lunares menudos rojos que le lle­gaba al cuello, cerrada por una tirilla muy ceñida, no era, en buena es­tética, propia del color de mi Elena: parecía un desafío aquel atrevi­miento de vestirse una morena con tal color... y resultaba una delicia de los sentidos. Los pómulos algo abultaditos, atezados, infantiles, que parecían tener sendos letreros gritando -Aquí se besa-, eran una inefa­ble tentación contrastando con el vestido blanco y rojo. La nariz era fi­na, algo abierta, de las que con razón se llaman símbolo de apasiona­miento; su boca, más bien pequeña que grande, de labios delicados, dibujados con mucha intención de malicia amorosa, en una inexplica­ble relación de armonía con los ojos, como si ofreciesen sancionar con sus besos lo que las miradas prometían. Si otro fuere que hiciese tama­ñas descripciones de mi mujer, nos veríamos las caras; pero yo tengo derecho para detenerme en estos pormenores y hacer estos comenta­rios a las facciones de Elena, que en su vida besó a persona mayor del sexo fuerte más que a mí, y no con esos extremos y apasionamientos carnales que anunciaban los rasgos de su fisonomía. Me quería mucho, mucho, harto más que yo merecía; pero no era una loca de amor, ni una odalisca, ni nada de lo que parecían prometer aquel rostro, y aque­llos ojos sobre todo.

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