Cuesta abajo (Leopoldo Alas Clarín) Libros Clásicos

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En los tiempos del noviazgo, que vinieron mucho más adelante, como verá el que leyere (que soy yo, que ya lo sé), es in­dudable que Elena llegó a derretirme alma y cuerpo con aquellas chis­pillas de sus pupilas de que ella no se daba cuenta.
Aquella fidelidad absoluta de su amor, aquella excepcional ab­sorción de su instinto femenino en mí (todo el hombre, todos los hom­bres, para ella), aquella seriedad de su cariño, tan opuesta a las apa­riencias de sus facciones y de sus gestos y de sus juegos y alegrías, que parecían prometer una máquina de amor hecho al fuego y de carcaja­das; toda aquella ventura, reservada para mí solo y elocuentemente expresada por los pozos de las niñas de sus ojos, es claro que a su tiempo debido me tuvieron en éxtasis celestial, y por eso y nada más que por eso contraje matrimonio; pero después nada de extremos: lo natural, lo lógico, lo decente... lo occidental, como si dijéramos; lo cris­tiano, lo canónico. Mi matrimonio, loado sea Dios, no fue nada fin de siècle: fue puro Concilio de Trento. Por parte de mi mujer, se entiende; por la mía... ¡ay!... por eso escribo la mayor parte de estos apuntes.
Mas no adelantemos los acontecimientos, como dicen los novelis­tas líricos: estábamos en la descripción de Elena; y, antes que se me ol­vide, quiero consignar que la nariz, de que ya he hablado, era un si es no es remangada, lo bastante nada más para darle un aire de malicia infantil. Este carácter de su fisonomía se acentuaba cuando la joven se quedaba distraída mirando hacia arriba. De la línea de la nariz a la di­rección que tomaban los ojos iba no sé qué secreta simetría: se me anto­jaba a mí que, si la tendencia de la mirada era mística, la nariz, subien­do tras ella, rectificaba, volvía a la realidad la expresión total... ¡qué sé yo!... disparates para mí llenos de sentido, de fuerza espiritual, de re­cónditas armonías. El cabello, de castaño casi negro, tendía a encres­parse: no era rizoso y lo parecía: las hebras cortas, en sublevación des­usada, formaban alrededor de la cabeza un nimbo que la luz del sol, que declinaba, convertía en aureola.

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