Cuesta abajo (Leopoldo Alas Clarín) Libros Clásicos

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Entre el pelo había yerbas enreda­das. Elena era alta, más que su hermana. Parecía delgada, pero recia. Se podía creer en el peligro de una enfermedad, de un desarrollo viciado; mas al contemplar la plenitud y hasta exuberancia de las formas prin­cipales se desvanecía el temor. Era espigada, sí, demasiado para su edad, se iba a decir; y después se rectificaba el juicio, porque no había allí desproporción: era muy mujer a pesar del aspecto delicado, de la flexibilidad que parecía excesiva. Cabía compararla a una columna que nos pareciese delgada para cumplir con el peso que tenía encima, pero que por ser de hierro nos diese garantía de su fortaleza.
La impresión general era (fue para mí a lo menos) ésta: una gra­cia infantil, picaresca e inocente, soñadora y positiva; elegancia y dis­tinción que se imponían a pesar de que el rostro de Elena recordaba esas caras de niños pobres, de Miñones de Ilustración. No había allí mujer todavía... hasta que se reparaban las hermosas y turgentes prue­bas de que la había; no había allí seducción todavía... hasta que se mi-raba aquellos ojos de pupilas hondas, sombrías, que si se fijaban atraí­an y manaban una voluptuosidad líquida, untuosa, irresistible... ¡Pobre Elena mía! ¡Quién te había de decir, cuando me dabas aquellos besos en la frente (los de los últimos años), cuando yo te los devolvía distraí­do, pensando en mis papeles, que tu Narciso había de pintarte a lo no­velista cursi, con pelos y señales, como tú dirías en aquel lenguaje vo­luntariamente prosaico con que te placía oponer contrastes a mis tradi­ciones de estilista oral, alambicado y pulquérrimo!
Aunque me haga pesado, debo insistir en relatar lo que a mí me dijo la presencia de aquella niña-mujer, que me miraba sin pensar en mí, con un dedo puesto sobre los labios.
-Soy huérfana -decía toda aquella hermosura-; me faltan mu­chos besos que debieron darme en la cuna. Crecí y crecí, pero hay algo en mí que pide todavía cariño de madre, caricias a la inocencia. El amor del que me quiera ha de empezar pareciéndose al de mi madre: quiero cobrar el amor infantil que se me debe: lo dicen mis ojos pas­mados, mis mejillas morenas y salientes, mi cabeza de loca, todo este aire de hospiciana bonita y aristocrática.

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