Cuesta abajo (Leopoldo Alas Clarín) Libros Clásicos

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Ni un momento vacilé en la elección: Elena, que no me incitaba ni me miraba cara a cara, ojos con ojos, valía infinitamente más. Era música y perfume, sueño, poesía: Emilia, embriaguez, color, inquietud voluptuosa. Mientras corrimos por el jardín, y después por la pumarada, la hermana mayor consiguió envolverme en su atmósfera de seducciones sensuales, sin recatarse, por cierto, sin miedo de que pudiera parecerme poco honesta; atrevi­miento donoso que en aquel tiempo me asustaba y me atraía, porque para mí era entonces inaudito semejante proceder en una señorita bien educada. Ni en las novelas, ni en mis cálculos sociológicos, entraban damas, doncellas particularmente, que hiciesen tan ostensible alarde de sus gracias corporales y que fuesen tan propensas a los choques y con­textos tan falsamente casuales. Hasta muchos años después no pude yo comprender que tal conducta no nacía de perversidad moral, sino del temperamento y de escasa delicadeza en el instinto pudoroso, debilita­do o embotado en ciertas mujeres, como pueden adolecer de mal oído
o de mal gusto para casar colores.
Emilia quería deslumbrarme, seducirme: no quería gozar con mi contacto placeres lúbricos, por someros que fuesen. Su malicia de mu­jer de alguna experiencia le decía que a mi edad, y en mi estado de im­pericia en tales lides, el mejor medio para dominarme era el que ella empleaba, y para el cual le daban armas admirables sus condiciones personales.
Tanto llegó a marearme que hubo minutos en que me olvidé de Elena, en que viví exclusivamente para los sentidos. Hasta llegué, en cierta mirada rápida, cuando acababa de saborear una sonrisa de Emi­lia que equivalía a toda una merienda de sensualidad fina, llegué a ver a Elena sin aquella aureola de que mi cerebro la había rodeado desde el primer instante de verla: la vi un momento como yo me decía que de­bían de verla otros, como más adelante comprendí que, en efecto, la veían los que la comparaban a cualquier mozuela graciosa, picante, morenilla... del vulgacho... a una hospiciana salada.
Cerca ya del amanecer, Emilia, triunfante, deslumbrada por el triunfo, tuvo la mala idea, mala para ella, de quedarse melancólica y como soñando bajo las ramas de un gran naranjo.

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