El castillo de lindabridis (Pedro Calderón de la Barca) Libros Clásicos

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Mas ¿quién dudara nunca o quién creyera
que a los arpones dos de oro y acero
se enterneciese el bronce y no la cera?
Yo lo dudara, pues a mi despecho
va mi nombre en el bronce y no en el pecho.
Seguirle quise, y sobre riza espuma,
huésped ya del cerúleo pavimiento,
viví un bajel que, sin escama y pluma,
águila fue del mar, delfín del viento.
Mas porque Amor de ciego no presuma,
a la venganza Júpiter atento,
fuego introdujo ardiente en nieve fría,
y el bajel Volcán de agua parecía.
Los marineros, viendo que Neptuno
no tomaba el desprecio con enojos,
a llorar empezaron, cada uno
por valerse del agua de sus ojos,
pero lo que apagó el llanto importuno,
de la voz encendieron los despojos.
¡Oh cuánto el riesgo en su favor ignora!
Pero ¿quién no suspira cuando llora?
Con tanto enojo sus venganzas fragua
el flamígero dios que, osado y ciego,
ni al fuego pudo mitigar el agua,
ni al agua pudo consumir el fuego.
El que el bajel, ya roto, al mar desagua,
vuelve a la llama a socorrerse, y luego
que ve la llama, vuelve al mar, de suerte
que dio esta vez en que escoger la muerte.
Tan uno el humo con el mar se vía,
tan uno el viento con el mar estaba
que, si el incendio ahogaba, el mar ardía;
y si el agua encendía, el viento ahogaba.
Dígalo aquel que el fuego se bebía,
dígalo aquel que llamas respiraba,
u yo lo diga, pues, a todo atento,
a la sala apelé de otro elemento.
Rompí, pasé y vencí la ardiente llama;
vencí, pasé y rompí la espuma luego;
y, logrando opinión, ventura y fama,
la amada tierra mido, toco y llego.
Tomé, tuve, logré sepulcro y cama,
donde confuso, absorto, helado y ciego,

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