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quien como tirano quiso;
pues no es victoria del alma
aquella que yo consigo
sin la voluntad de quien
no me la dé por mí mismo.
De esta especie de bastardo
amor, de amor mal nacido,
fui concepto. ¿Cuál será
mi fin, si éste es mi principio?
Mañosamente quejosa,
Arceta se satisfizo
de sus disculpas, bien como
la serpiente que con silbos
halaga para morder;
y fue así, pues divertido
le aseguró con blanduras,
hasta que rosas y lirios
que se hizo tálamo torpe,
torpe túmulo ella hizo.
Dióle muerte con su acero,
y pasando los precisos
términos que estableció
Naturaleza consigo,
llegó severo el infausto,
el infeliz, el impío
día de su parto, en tal
horóscopo, según dijo
Tiresias, que estaba todo
ese globo cristalino,
por un comunero eclipse,
que al sol desposeerle quiso
del imperio de los días,
parcial, turbado y diviso,
tanto, que entre sí lidiaron
sobre campañas de vidrio
las tropas de las estrellas,
las escuadras de los signos,
acometiéndose a rayos,
y ensangrentándose a visos.
En civil guerra los dioses
vieron ese azul zafiro,
en sus ejes titubeando,
desplomado de sus quicios.
Arceta, temiendo más
su opinión que su peligro,
sola al monte se salió,
y en el más hondo retiro
llamó a Lucina, que al parto
vino tarde, o nunca vino;
pues víbora humana yo,
rompí aquel seno nativo,
costándole al cielo ya
mi vida dos homicidios.
Aquí fue donde Tiresias
me contó, mas indeciso,
de la suerte que me halló.
¡Quién supiera repetirlo!