Página 18 de 80
peinado monte de Arabia,
porque esta vez no han de hilarse
sus hebras en sus entrañas.
De negro azabache era
ondeado golfo, y con tanta
oposición por la nieve
o se encoge o se dilata
que, cuando la blanca mano
en crencha al lado le aparta,
jugando siempre el dibujo
de la frente a la garganta,
de ébano y marfil hacía
taracea negra y blanca.
A fácil prisión reduce
una cinta la arrogancia
de aquel desmandado vulgo,
tras cuya acción se levanta
con tal gala que no era
para quedarse sin gala.
Lo que dijera no sé
de una pollera que a gayas,
siendo primeravera de oro,
brotaba flores de plata.
No sé (¡ay Dios!) lo que dijera
de un guardapié que guardaba
no sé qué cendal azul,
no sé qué rasgo de nácar,
de cuyos jazmines era
botón un átomo de ámbar,
si no fueras tú (¡ay de mí!)
Teodoro, el que me escucharas.
Que canas y dignidad
de maestro me acobardan,
y no suenan bien verdores,
donde hay dignidad y canas.
Y así diré solamente
que, apenas se vio acostada,
cuando sirviendo la cena
de mi madre las crïadas,
dejándome con la noche,
ella se fue con el alba.
Cómo quedé no te digo;
tú que lo imagines basta;
pues eres testigo fiel
de mis repetidas ansias.
Muriérame de tristeza
si en un acaso no hallara,
para engañar al dolor,
tan pequeña circunstancia
como fue que, hablando della
mi madre, dijo una dama:
"No era mala la princesa
para hija." A que recatada
respondió con falsa risa:
"¡Quién con la piedra encontrara
filosofal del amor!
¡Que a fe que no fuera falsa!"
¡Qué bien contento es un triste!
Pues, cuando de darle tratan
algún alivio a su pena,
cualquiera cosa le basta.
Dígolo porque sobró,
dicha sola una palabra,