Las manos blancas no ofenden (Pedro Calderón de la Barca) Libros Clásicos

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la fortuna me ha traído
a esta ocasión, porque veas
quién fue quien te dio la vida,
y que todo lo que él cuenta
fue por contárselo yo,
yo fui, Serafina bella,
el que estaba a tus umbrales,
yo el que a la llama soberbia
se arrojó, y el que en mis brazos
pude restaurarte della,
por señas que, a medio traje,
ni bien viva ni bien muerta,
estabas en una cuadra,
donde el desmayo a su puerta
rémora fue de la fuga.
Si no bastan estas señas
para que veas quién es
quien te obliga o quien te fuerza,
di que te dé Federico
otra joya como ésta.

Dale la joya y vase


FEDERICO: Oye, aguarda.
SERAFINA: Deteneos;
no vais tras él; que, aunque quiera
vuestro valor del desaire
salvaros, ya es diligencia
excusada, pues ya está
sabida la traición vuestra.
FEDERICO: Señora...
SERAFINA: Nada digáis.
¿Vos, Federico, bajeza
tan grande como valeros
de traidoras diligencias?
¿Vos servirme con engaño?
¿Vos amarme con cautela?
¿A quien su secreto os fía
vendéis? Pues ¿tan pocas prendas
de sangre y valor tenéis
que os valéis de las ajenas?
FEDERICO: ¡Vive el Cielo...!
SERAFINA: Bien está.
FEDERICO: ...que yo...
SERAFINA: Suspended la lengua.
FEDERICO: ...fui quien os dio...
SERAFINA: ¿Este testigo
¿cómo es posible que mienta?
FEDERICO: Como...
SERAFINA: Nada os he de oír.
PATACÓN: Por Dios, que hizo buena hacienda.

A CÉSAR


Deten, Celia, a tu señora.
FEDERICO: Haz tú, por tu vida, Celia,
que me escuche una palabra.
CÉSAR: (A muy buen puerto te llegas,
cuando puedo dar albricias
de que la enfades y ofendas.)

A CÉSAR


SERAFINA: ¿Qué te dice, Celia?

A SERAFINA


CÉSAR: Dice
que de hablar le des licencia,
como si no fuera yo
interesado en tu ofensa.

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