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sentimientos y tristezas,
como adivinos entonces
de las notables tragedias
que habían de sucederme,
don Guillén, en vuestra ausencia.
GUILLÉN: Todas las supe, y el cielo
sabe si sentí saberlas.
Pero vamos a las mías,
ya que cesaron las vuestras,
porque habéis, a lo que espero,
de ser el alivio de ellas.
LOPE HIJO: Vuestro soy, y no habrá cosa
que mi amistad no os ofrezca.
GUILLÉN: Pasé a Nápoles, en fin,
donde nuestro rey intenta
vengar por armas la muerte
que dio con tanta fiereza
el de Nápoles al grande
[Conradino], hijo del César,
pues en público cadalso
le hizo cortar la cabeza.
Pero aquesto no es del caso;
volvamos a otra materia.
Entré en Nápoles un día,
donde vi una belleza
reducido el sol a un rayo,
cifrado el cielo a una esfera,
a una lágrima la aurora
y a una flor la primavera.
De estos encarecimientos
llegaréis a la experiencia
cuando sepáis que a quien vi
dentro de Nápoles era...
VICENTE: Doña Violante, señor.
LOPE HIJO: ¿Qué dices? ¡Maldito seas!
VICENTE: ¿Por qué? ¿Digo yo más que
sale de su cuarto y entra
en éste y, al conocer
que hay gente aquí, da la vuelta?
LOPE HIJO: Retiraos, don Guillén,
un breve espacio ahí afuera;
no embarecemos el paso
a esta dama.
GUILLÉN: Norabuena;
que yo tampoco no quiero
que ahora aquí hablaros me vea.
Vase
LOPE HIJO: ¡Vive el cielo, que temí
que fuese la dama ella!
VICENTE: Pues ¿podía yo saberlo?
Háblala antes que se vuelva.
Salen doña VIOLANTE y ELVIRA
LOPE HIJO: ¿Por qué, señora, os volvéis?
Advertid que es tiranía
que los términos del día
a sólo un punto abreviéis;
pues si ahora amanecéis
sol, en cuyo ardor me abraso,
y volvéis atrás el paso,
un caos formaréis, señora,