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-Bien, eso es todo lo que razonablemente podemos esperar sacar de Morse Hudson -dijo Holmes al salir de la tienda-. Tenemos a este Beppo como factor común, tanto en Kennington como en Kensington, así que no hemos recorrido estas diez millas en vano. Ahora, Watson, vamos a Gelder & Co., de Stepney, la fuente de origen de los bustos. Mucho me extrañaría que no sacásemos algo en limpio de allí.
Cruzamos en rápida sucesión el borde del Londres elegante, el Londres hotelero, el Londres teatral, el Londres literario, el Londres comercial y, por último, el Londres marítimo, hasta llegar a una ciudad de cien mil almas junto al río, en cuyas casas de apartamentos sudan y se sofocan desplazados de toda Europa. Allí, en una amplia avenida donde en otros tiempos residían los comerciantes ricos de la ciudad, encontramos el taller de escultura que íbamos buscando. La parte exterior era un gran patio lleno de piedras monumentales. En el interior había un local muy espacioso, en el que cincuenta operarios se dedicaban a tallar o moldear. El encargado, un alemán rubio y corpulento, nos recibió educadamente y respondió con claridad a todas las preguntas de Holmes. Una consulta a los libros reveló que se habían hecho cientos de escayolas a partir de una reproducción en mármol de la cabeza de Napoleón escupida por Devine, pero que las tres enviadas a Morse Hudson, aproximadamente un año atrás, formaban parte de una partida de seis, y que las otras tres se habían enviado a Harding Brothers, de Kensington. No existía razón alguna para que esas seis fueran diferentes de las demás escayolas. No se le ocurría ningún posible motivo para que alguien quisiera destruirlas..., es más, la idea le daba risa. El precio de venta al por mayor era de seis chelines, pero el minorista podía sacar doce
o más. La copia se sacaba en dos moldes, uno de cada lado de la cara, y luego se juntaban los dos perfiles de escayola para formar el busto completo. El trabajo solían realizarlo obreros italianos en el mismo local donde nos encontrábamos. Una vez terminados, los bustos se ponían a secar sobre una mesa en el pasillo, y después se almacenaban. Eso era todo lo que podía decirnos.
Pero la presentación de la fotografía tuvo un notable efecto sobre el encargado. Su cara enrojeció de ira y sus cejas se fruncieron sobre sus azules v teutónicos ojos.