La aventura de lose seis Napoleones (Arthur Conan Doyle) Libros Clásicos

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El señor Harding, de Harding Brothers, me dijo que le había vendido a usted el último ejemplar v me dio su dirección.
-Ah, ¿con que fue así? ¿Le dijo lo que pagué por él?
-No, no me lo dijo.
-Mire, yo soy un hombre honrado, aunque no sea muy rico. Sólo pagué quince chelines por el busto, y creo que tiene usted derecho a saberlo antes de que yo acepte sus diez libras.
-Sus escrúpulos le honran, señor Sandeford, pero yo ofrecí ese precio y estoy dispuesto a mantenerlo.
-Vaya, es usted muy espléndido, señor Holmes. He traído el busto, como usted me pedía. Aquí lo tiene.
Abrió la bolsa y, por fin, vimos sobre nuestra mesa un ejemplar completo de aquel busto que ya habíamos contemplado más de una vez hecho pedazos.
Holmes sacó un papel del bolsillo y puso un billete de diez libras sobre la mesa.
-Haga usted el favor de firmar este papel, señor Sandeford, en presencia de estos testigos. Es una simple declaración de que me transfiere a mí todos los derechos que haya podido tener sobre este busto. Soy un hombre metódico, ¿sabe usted?, y nunca se sabe qué giro pueden tomar las cosas más adelante. Muchas gracias, señor Sandeford; aquí tiene su dinero, y le deseo muy buenas tardes.
Cuando nuestro visitante hubo desaparecido, Sherlock Holmes inició una serie de movimientos que nosotros seguimos fascinados. Comenzó por sacar de un cajón un mantel blanco y limpio, y extenderlo sobre la mesa. A continuación, colocó el recién adquirido busto en el centro del mantel. Por último, tomó su fusta de caza y asestó con ella un fuerte golpe en la cabeza de Napoleón. La figura se rompió en pedazos, y Holmes se inclinó ansioso sobre los destrozados restos. Al instante, con un fuerte grito de triunfo, levantó un fragmento que llevaba pegado un objeto redondo y oscuro, como si fuera una ciruela en un pastel.
-Caballeros -exclamó-, permítanme que les presente la famosa perla´ negra de los Borgia.
Lestrade y yo nos quedamos callados por un momento, y luego, con una reacción espontánea, estallamos en aplausos como si estuviéramos presenciando el elaborado desenlace de una obra dramática. Un súbito rubor asomó en las pálidas mejillas de Holmes, que se inclinó ante nosotros como un dramaturgo que recibe el homenaje de su público. En momentos como aquél, Holmes dejaba por un momento de ser una máquina de razonar y sucumbía a la debilidad humana por la admiración y el aplauso.

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