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Arthur Conan Doyle
La aventura del colegio Priory
En nuestro pequeño escenario de Baker Street hemos presenciado entradas y salidas espectaculares, pero no recuerdo ninguna tan repentina y sorprendente como la primera aparición del doctor Thorneycroft Huxtable, M.A., Ph.D., etc.1 Su tarjeta, que parecía demasiado pequeña para soportar el peso de tanto título académico, le precedió en unos segundos y luego entró él: tan grande, tan pomposo y tan digno que parecía la encarnación misma del aplomo y la solidez. Y sin embargo, lo primero que hizo en cuanto la puerta se cerró a sus espaldas fue tambalearse y apoyarse en la mesa, tras lo cual se desplomó en el suelo y allí quedó su majestuosa figura, postrada e inconsciente sobre la alfombra de piel de oso colocada delante de nuestra chimenea.
Nos pusimos en pie de un salto y durante unos instantes contemplamos con silencioso asombro aquel enorme resto de naufragio, que parecía el resultado de una repentina y letal tempestad ocurrida en algún lugar lejano del océano de la vida. Luego corrimos a socorrerlo, Holmes con un almohadón para la cabeza y yo con brandy para la boca. El rostro blanco y macizo estaba surcado por arrugas de preocupación, las fláccidas bolsas de debajo de los ojos tenían un color plomizo, la boca entreabierta se curvaba en una mueca de dolor y sus rollizas mejillas estaban sin afeitar. La camisa y el cuello mostraban las mugrientas señales de un largo viaje, y el cabello se encrespaba desordenadamente sobre la bien formada cabeza. El hombre que yacía ante nosotros había sufrido sin duda un duro golpe.
-¿Qué tiene, Watson? -preguntó Holmes.
-Agotamiento total, puede que simple hambre y cansancio -respondí, tomándole el pulso y verificando que el torrente de vida se había reducido a un débil goteo.
-Billete de ida y vuelta desde Mackleton, en el norte de Inglaterra -dijo Holmes, sacándoselo del bolsillo del reloj-. Y aún no son ni las doce. No cabe duda de que ha madrugado. Los párpados fruncidos empezaron a temblar y un par de ojos grises y ausentes alzaron su mirada hacia nosotros. Un instante después, nuestro hombre se ponía en pie con dificultades y rojo de vergüenza.
-Perdone esta muestra de debilidad, señor Holmes; temo que me han fallado las fuerzas. Gracias. Si pudiera tomar un vaso de leche y una galleta, estoy seguro de que me pondría bien.