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De pronto la voz de mi acompañante interrumpió el curso de mis pensamientos:
-Lleva usted razón, Watson. Parece una forma absurda de dirimir una disputa.
-¡De lo más absurda!- exclamé, y de pronto, comprendiendo que Holmes se había hecho eco del pensamiento más íntimo de mi alma, me incorporé del sillón y le miré perplejo.
-¿Cómo es eso, Holmes? -grité-. Supera todo cuanto pudiera haber imaginado.
Él se rió de buena gana al observar mi perplejidad.
-Recuerde usted -me dijo- que hace algún tiempo, cuando le leí el pasaje de uno de los relatos de Poe en el que un minucioso razonador sigue los pensamientos no expresados de su compañero, usted se sintió inclinado a tratar el asunto como un mero tour de force del autor. Al advertirle que yo solía hacer eso constantemente, usted se mostró incrédulo.
-¡Oh, no!
-Tal vez no llegara a expresarlo en palabras, mi querido Watson, pero lo hizo sin duda con las cejas. De modo que cuando le vi tirar el periódico al suelo y ponerse a pensar, me alegré mucho de tener la oportunidad de leerle el pensamiento, y finalmente de poder interrumpirlo, demostrando así mi compenetración con usted.
Aquello no me convenció del todo.
-En el ejemplo que usted me leyó -le dije- el razonador extrajo sus conclusiones basándose en la actuación del hombre al que observaba. Si mal no recuerdo, aquel hombre tropezó con un montón de piedras, miró hacia arriba a las estrellas, etcétera. Yo, en cambio, he estado sentado en mi sillón tranquilamente, por tanto ¿qué pistas he podido darle?
-Es usted injusto consigo mismo. Las facciones le han sido dadas al hombre para poder expresar sus emociones, y las suyas cumplen ese cometido fielmente.
-¿Quiere usted decir que leyó en mis facciones el curso de mis pensamientos?
-En sus facciones y sobre todo en sus ojos. ¿Es posible que no pueda usted recordar cómo comenzaron sus ensueños?
-No, no puedo.
-Entonces se lo diré yo. Después de tirar al suelo el periódico, acto que atrajo mi atención hacia usted, estuvo sentado durante medio minuto con expresión ausente. Luego sus ojos se clavaron en el retrato, recientemente enmarcado, del general Gordon y por la alteración de su rostro comprendí que había vuelto a sumirse en sus pensamientos. Más eso no le condujo muy lejos. Sus ojos contemplaron fugazmente el retrato sin marco de Henry Ward Beecher, que estaba encima de sus libros.