El Intérprete griego (Arthur Conan Doyle) Libros Clásicos

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No he podido quedarme allí por más tiempo. Está aquello tan solitario, con sólo... ¡Oh, Dios mío, pero si es Paul!
»Estas últimas palabras las dijo en griego y en el mismo instante el hombre, con un esfuerzo convulsivo, se arrancó el esparadrapo de los labios y gritando «¡Sophy! ¡Sophy!», se precipitó hacia los brazos de la mujer. Sin embargo, su abrazo sólo duró un momento, porque el hombre más joven hizo presa en la mujer y la obligó a salir de la habitación, mientras el de más edad dominaba fácilmente a su debilitada víctima y le arrastraba fuera, por la otra puerta. Por unos segundos me quedé solo en el cuarto; me levanté súbitamente con la vaga idea de que tal vez pudiera obtener de algún modo una pista que indicara en qué casa me encontraba. Afortunadamente, sin embargo, no hice nada, pues cuando alcé la vista, descubrí que el hombre de más edad se encontraba de pie en el umbral de la puerta, con los ojos clavados en mí.
»-Esto es todo, señor Melas -me dijo-. Ya ve que le hemos otorgado nuestra confianza en un asunto de un carácter muy privado. No le hubiéramos molestado, pero un amigo nuestro que habla griego y que inició estas negociaciones se ha visto obligado a regresar a Oriente. Nos era del todo necesario encontrar a alguien que ocupara su lugar, y tuvimos la suerte de oír hablar de sus facultades. »Me incliné.
»-Aquí hay cinco soberanos -me dijo, acercándose a mí-, que espero constituyan unos honorarios suficientes. Pero recuerde -añadió, dándome unos golpecitos en el pecho y dejando escapar su risita- que si habla con alguien de esto, aunque sea con una sola persona, ¡que Dios tenga piedad de su alma!
»No puedo expresar la repugnancia y horror que me inspiraba aquel hombre de aspecto insignificante. Ahora podía verle mejor, pues la luz de la lámpara brillaba sobre él. Sus facciones eran blandas y amarillentas y su barba, corta y puntiaguda, era más bien rala y mal cuidada. Al hablar, adelantaba el rostro, y sus labios y párpados se estremecían continuamente, como en el hombre que padece el mal de san Vito. No pude menos que pensar que su extraña y pegajosa risita era también un síntoma de alguna enfermedad nerviosa. Lo terrorífico de su cara radicaba sin embargo en sus ojos, de un gris acerado y que brillaban friamente, con una maligna e inexplicable crueldad en lo más hondo de ellos.

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