El Intérprete griego (Arthur Conan Doyle) Libros Clásicos

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Allí despedimos el coche y avanzamos juntos a la largo del camino de entrada.
-Todas las ventanas están a oscuras -observó el inspector-. La casa parece vacía.
-Nuestros pájaros han volado y el nido está desierto -confirmó Holmes.
-¿Por qué dice esto?
-Durante la última hora ha salido de aquí un carruaje con abundante carga de equipaje. El inspector se echó a reír.
-He visto las señales de ruedas a la luz de la lámpara de la verja, pero ¿de dónde me saca lo del equipaje?
-Usted debe haber observado las mismas huellas de ruedas en la otra dirección. Pero las del carruaje que salía eran mucho más profundas, tanto, que cabe afirmar con certeza que el vehículo llevaba una carga muy considerable.
-Aquí me ha sacado usted una cierta ventaja -dijo el inspector, encogiéndose de hombros-. No será fácil forzar la puerta, pero lo intentaremos si no logramos que alguien nos oiga. Accionó ruidosamente el llamador y tiró del cordón de la campanilla, aunque sin el menor éxito. Holmes se había alejado, pero volvió al poco rato.
-He abierto una ventana -anunció.
-Es una suerte que esté usted al lado de la policía y no contra ella, señor Holmes -señaló el inspector al observar la habilidad con la que mi amigo había forzado el pestillo-. Bien, yo creo que, dadas las circunstancias, podemos entrar sin esperar una invitación.
Uno tras otro nos metimos en una gran sala, que era, evidentemente, la misma en la que se había encontrado el señor Melas. El inspector había encendido su linterna; gracias a ella pudimos ver las dos puertas, la cortina, la lámpara y la armadura japonesa que aquél nos había descrito. En la mesa había dos vasos, una botella de brandy vacía y restos de comida.
-¿Qué es esto? -preguntó Holmes súbitamente.
Todos nos inmovilizamos, escuchando. Un ruido bajo y plañidero nos llegaba desde algún punto por encima de nuestras cabezas. Holmes se precipitó hacia la puerta y salió al recibidor. El inquietante ruido procedía del piso superior. Subió rápidamente, con el inspector y yo pisándole los talones, mientras su hermano Mycroft nos seguía con tanta celeridad como se lo permitía su corpachón. En la segunda planta nos hallamos ante tres puertas y de la del centro brotaban los siniestros ruidos, que unas veces se convertían en sordo murmullo y otras se elevaban de nuevo en un agudo gemido.

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