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La puerta estaba cerrada, pero la llave se encontraba en el exterior. Holmes la abrió y se precipitó hacia el interior, pero en seguida volvió a salir, llevándose una mano a la garganta.
-¡Es carbón de leña! -gritó-. ¡Démosle tiempo! ¡Se despejará!
Mirando hacia dentro, pudimos ver que la única luz de la habitación procedía de una llama azul y poco brillante que bailoteaba en un pequeño trípode de bronce colocado en el centro. Proyectaba un círculo lívido fantasmagórico en el suelo, mientras que en las sombras, más allá, percibimos el vago bulto de dos figuras agazapadas contra la pared. De aquella puerta recién abierta salía una horrible y ponzoñosa emanación que nos hizo jadear y toser a todos. Holmes subió corriendo a lo alto de la escalera y abrió un portillo para dar entrada a aire puro, y después, volviendo a la habitación, abrió de par en par la ventana y arrojó al jardín el trípode con el carbón encendido.
-Dentro de un minuto podremos entrar -jadeó al salir otra vez-. ¿Dónde habrá una vela? Dudo de que podamos encender una cerilla en esta atmósfera. Mantén la luz junto a la puerta y nosotros los sacaremos, Mycroft. ¡Ahora!
Sin perder un instante, agarramos los dos hombres envenenados y los arrastramos hasta el rellano. Ambos estaban inconscientes, con los rostros abotargados y congestionados, los labios azulados y los ojos protuberantes. En realidad, tan deformadas estaban sus facciones que, de no ser por su barba negra y su figura robusta, no habríamos podido reconocer en uno de ellos al intérprete de griego que sólo unas pocas horas antes se había despedido de nosotros en el Diogenes Club. Sus manos y sus pies estaban sólidamente atados, y mostraba la señal de un golpe violento sobre un ojo. El otro, inmovilizado de modo similar, era un hombre alto, en el último grado del enflaquecimiento, con varias tiras de esparadrapo dispuestas de forma grotesca sobre su rostro. Había cesado de gemir cuando lo depositamos en el suelo y una mirada me indicó que, para él, al menos, nuestra ayuda había llegado demasiado tarde. El señor Melas, en cambio, todavía estaba vivo y, en menos de una hora, con la ayuda del amoníaco y del brandy, tuve la satisfacción de verle abrir los ojos y de saber que mi mano le había arrancado del oscuro valle en el que todos los caminos se encuentran.