El Jorobado (Arthur Conan Doyle) Libros Clásicos

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Nos encontrábamos entonces en la India, acantonados en un lugar al que llamaremos Bhurtee. Barclay, el que murió el otro día, era sargento en la misma compañía, y la beldad del regimiento y además la mejor chica que haya existido jamás, era Nancy Devoy, hija del sargento abanderado. Había dos hombres que la amaban y uno al que amaba ella. Ustedes sonreirán al mirar a este pobre ser acurrucado ante el fuego y oírme decir que me amaba por lo bien plantado que era yo.
Pero aunque yo fuese dueño de su corazón, su padre estaba empeñado en que se casara con Barclay. Yo era un muchacho algo atolondrado y tarambana y él había recibido una educación y ya estaba destinado a llevar un día espada. Pero la chica se mantuvo fiel a mí y parecía como si yo fuera a conseguirla, cuando se produjo la rebelión de los cipayos y se desencadenó el infierno en todo el país.
Nuestro regimiento quedó bloqueado en Bhurtee con media batería de artillería, una compañía de sikhs y numerosos civiles, entre ellos mujeres. Nos rodeaban diez mil rebeldes, mostrándose tan ávidos como una jauría de terriers alrededor de una jaula de ratas. Hacia la segunda semana del asedio, se nos terminó el agua y surgió la cuestión de si podíamos establecer comunicación con la columna del general Neill, que estaba avanzando por la región. Era nuestra única posibilidad, ya que no podíamos esperar abrirnos paso peleando, con todas aquellas mujeres y niños, por lo que me ofrecí voluntario para ir al encuentro del general Neill y explicarle el peligro que corríamos. Mi ofrecimiento fue aceptado y hablé de él con el sargento Barclay, del que se decía que conocía el terreno mejor que nadie y trazó una ruta que me permitiría atravesar las líneas rebeldes. A las diez de aquella misma noche, comencé mi expedición. Había un millar de vidas que salvar, pero sólo en una pensaba yo cuando por la noche salté desde el parapeto.
Mi camino discurría a lo largo de un terreno seco que, según esperábamos, había de ocultarme ante los centinelas enemigos, pero al doblar un ángulo del mismo me encontré frente a seis de ellos que me estaban esperando agazapados en la oscuridad. En un instante, un golpe me atontó y fui atado de pies y manos. Pero el verdadero golpe lo recibí en el corazón y no en la cabeza, pues cuando volví en mí y escuché lo que pude entender de su conversación, oí lo suficiente para enterarme de que mi camarada, el mismo hombre que había trazado el camino que yo había de seguir, me había traicionado y, por medio de un sirviente nativo, me había entregado al enemigo.

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