La aventura del cliente ilustre (Arthur Conan Doyle) Libros Clásicos

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Unos saltaron por la ventana y otros salieron corriendo por la pradera, pero había oscurecido ya y empezaba a llover. Entre alarido y alarido, la víctima se enfurecía con la vengadora I exclamando:
-Fue Kitty Winter, esa gata infernal de Kitty Winter. ¡Endemoniada mujer! ¡Lo pagará, lo pagará! ¡Dios del cielo, este dolor es superior a mis fuerzas!
Le lavé la cara con aceite, apliqué algodón en rama a las superficies en carne viva y le inyecté morfina por vía hipodérmica. La terrible expresión había hecho desaparecer de su mente todo recelo acerca de mí; se aferraba a mis manos como si aun en esa situación tuviera yo poder a aquellos ojos de pez muerto que se volvían queriendo mirarme. Aquella destrucción me habría arrancado lágrimas, si yo no hubiera tenido bien presente la vida vergonzosa que había, traído como consecuencia un cambio tan horrendo. Me repugnaba aquel apretar de sus manos abrasadoras, y sentí alivio cuando el médico de cabecera, seguido inmediatamente por un especialista, se presentaron para relevarme. También llegó un inspector de policía, al que yo entregue mi verdadera tarjeta. Habría sido tan inútil como absurdo el obrar de otro modo, porque en Scotland Yard me conocían de vista casi tanto como a Holmes. Luego abandoné aquella casa de tristeza y de horror. Antes de una hora me encontraba en la calle Baker.
Holmes estaba sentado en su silla de siempre; parecí a muy pálido y agotado. Con independencia de sus heridas, hasta sus nervios de hierro habían sido sacudidos por los acontecimientos de aquella velada. Escuchó con espanto el relato que le hice de la transformación sufrida por el barón.
-¡Así paga el demonio, Watson, así paga el demonio! -me dijo-. Más pronto o más tarde, ocurre siempre eso mismo. Bien sabe Dios, que los pecados eran muchos -agregó, agarrando de la mesa un volumen color castaño-. Este es el libro del que nos habló aquella mujer. Si esto no logra deshacer la boda, nada habrá capaz de lograrlo.
Pero la deshará, Watson. No tiene más remedio. Ninguna mujer que se respete será capaz de mostrarse insensible.
-¿Es el Diario de sus amores?
O el Diario de sus lascivias. Llámelo como mejo le parezca. En cuanto esa mujer nos habló de este libro, me di cuenta de que teníamos un arma terrible si conseguía hacerme con el mismo. En aquel entonces nada dije en que se pudiera transparentar mi pensamiento, porque la mujer hubiera podido irse de la lengua.

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