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Le levanté del suelo y le tendí en el sofá, pero no contestó a mis exclamaciones y la mano que yo tenía entre las mías estaba ría y pegajosa. Había muerto de un ataque al corazón. Su propio arrebato le mató. Permanecí largo rato inmóvil y como si estuviera sufriendo una pesadilla, con la mirada fija en el cadáver de mi hermano. Volví en mí cuando la señora Woods, a la que había despertado el grito del moribundo, llamó a la puerta del despacho le contesté que se retirase a dormir. Poco después llamó algún cliente a la puerta del consultorio, pero como no contesté, se marchó otra vez. Lenta y gradualmente fue tomando horma en mi cerebro un proyecto, de la manera espontánea como suelen formarse. Cuando volví a ponerme de pie estaba ya decidido mi comportamiento futuro, sin que yo hubiese tenido conciencia alguna de aquel proceso mental. Fue el instinto el que me empujó de manera irresistible a seguir una línea de conducta. Bishop’s Crossing me resultaba ya odioso, desde que mis asuntos personales habían tomado el giro que he explicado hace un momento. Mi plan de vida se había desbaratado y, en lugar de simpatía, como yo esperaba, había sido objeto de juicios precipitados y de trato poco amable. Es cierto que había desaparecido del panorama de mi vida cualquier peligro de escándalo por causa de mi hermano; sin embargo, el pasado era para mi una llaga dolorosa y tenía el convencimiento de que las cosas no podían volver a su antiguo cause. Quizá mi sensibilidad estaba exacerbada en exceso y quizá fui yo injusto en mi falta de tolerancia con otras personas, peor lo cierto es que me hallaba poseído de esa clase de sentimientos .no podía sino acoger con agrado cualquier posibilidad que iba a permitirme romper completamente con el pasado. Allí, tendido en el sofá, había un hombre tan parecido a mí, que éramos completamente iguales, salvo un ligero abotargamiento y aspereza en las facciones. Nadie lo había visto entrar y nadie podía echarlo de menos. Tanto él como yo estábamos completamente afeitados y sus cabellos eran más o menos igual de largo que los míos. Si yo cambiaba con él la ropa, encontrarían al doctor Aloysius Lana muerto en su despacho y allí habría acabado la vida de un infeliz y su historia vergonzosa. En mi despacho tenía yo suficiente dinero para empezar a vivir en algún otro país.