El problema final (Arthur Conan Doyle) Libros Clásicos

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Llevaba el membrete del hotel que acabábamos de abandonar y el patrón la enviaba a mi nombre. Decía que a los pocos minutos de salir nosotros había llegado una dama inglesa que se encontraba al borde de la muerte. Había pasdo el invierno en Davos Platz6 y se encontraba de viaje ahora para reunirse con unos amigos en Lucerna, cuando le había sobrevenido una súbita hemorragia. Pensaban que sólo viviría unas horas, pero supondría un gran consuelo para ella que la viera un médico inglés y, si yo fuera tan amable de volver, etc., etc. El bueno de Steiler me aseguraba en una posdata que él mismo consideraría mi asentimiento como un gran favor, ya que la dama se había negado en redondo a que la viera un médico suizo, y él se encontraba en una situación de gran responsabilidad.
No se podía ignorar tal llamada. Era imposible negarse al requerimiento de una compatriota que se encontraba al borde de la muerte en tierra extraña. Y, sin embargo, sentía escrúpulos de dejar a Holmes. Finalmente acordamos que el muchacho suizo se quedaría con él haciéndole de guía y compañero y yo volvería a Meiringen. Mi amigo dijo que se quedaría un rato en la catarata y luego iría paseando tranquilamente por las colinas hasta Rosenlaui, donde yo me reuniría con él por la noche. Al alejarme vi a Holmes apoyado en una roca con los brazos cruzados y la mirada fija en el correr tumultuoso de las aguas. Esta sería la última visión que tendría de él en este mundo.
Cuando estaba casi al pie del camino de bajada miré hacia atrás. Era imposible ver las cataratas desde allí, pero se veía el serpenteante sendero que sube por la ladera de la colina hasta ésta. Recuerdo que vi a un hombre que iba caminando a toda prisa por el sendero. Me fijé en él por la energía con que caminaba, pero desapareció de mi mente, apresurado como iba a cumplir mi encargo.
Debió de llevarme un poco más de una hora llegar a Meiringen. El viejo Steiler estaba en el porche del hotel.
-Bien -dije corriendo hacia él-, espero que no esté peor.
Hizo un gesto de sorpresa y empezó a parpadear sin saber de qué le estaba hablando, y en ese momento me dio un vuelco el corazón.
-¿No ha escrito usted esto? -dije, sacando la carta de mi bolsillo-.

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