El mercader de Venecia (William Shakespeare) Libros Clásicos

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personales os reclaman, y aprovecháis esta ocasión para partir.
(Entran BASSANIO, LORENZO y GRACIANO.)
SALARINO.- Buenos días, mis buenos señores.
BASSANIO.- Buenos signiors, decidme uno y otro: ¿cuándo tendremos el placer de reír juntos?
¿Cuándo, decidme? Os habéis puesto de un humor singularmente retraído. ¿Está eso bien?
SALARINO.- Dispondremos nuestros ocios para hacerlos servidores de los vuestros.
(Salen SALARINO y SALANIO.)
LORENZO.- Señor Bassanio, puesto que os habéis encontrado con Antonio, vamos a dejaros
con él; pero a la hora de cenar, acordaos, os lo ruego, del sitio de nuestra reunión.
BASSANIO.- No os faltaré.
GRACIANO.- No poseéis buen semblante, signior Antonio; tenéis demasiados miramientos con
la opinión del mundo; están perdidos aquellos que la adquieren a costa de excesivas
preocupaciones. Creedme, os halláis extraordinariamente cambiado.
ANTONIO.- No tengo al mundo más que por lo que es, Graciano: un teatro donde cada cual

debe representar su papel, y el mío es bien triste.
GRACIANO.- Represente yo el de bufón. Que las arrugas de la vejez vengan en compañía del
júbilo y de la risa; y que mi hígado se caliente con vino antes que mortificantes suspiros enfríen
mi corazón. ¿Por qué un hombre cuya sangre corre cálida en sus venas ha de cobrar la actitud
de su abuelo, esculpido en estatua de alabastro? ¿Por qué dormir cuando puede velar y darle
ictericia a fuerza de mal humor? Te lo digo, Antonio, te aprecio, y es mi afecto el que te habla.
Hay una especie de hombres cuyos rostros son semejantes a la espuma sobre la superficie de
un agua estancada, que se mantienen en un mutismo obstinado, con objeto de darse una
reputación de sabiduría, de gravedad y profundidad, como si quisieran decir: «Yo soy el señor
Oráculo, y cuando abro la boca, que ningún perro ladre.» ¡Oh, mi Antonio! Sé de esos que solo
deben su reputación de sabios a que no dicen nada, y que si hablaran inducirían, estoy muy
cierto, a la condenación a aquellos de sus oyentes que se inclinan a tratar a sus hermanos de
locos. Te diré más sobre el asunto en otra ocasión; pero no vayas a pescar con el anzuelo de la
melancolía ese gobio de los tontos, la reputación. Venid, mi buen Lorenzo.

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