Cómo ganar amigos e influir sobre las personas (Dale Carnegie) Libros Clásicos

Página 22 de 194

Desde que apareció por primera vez hace unos quince años, ha sido reproducida, nos dice el autor, W. Livingston Larned, "en centenares de revistas y diarios del país entero; también se la ha publicarlo infinidad de veces en muchos idiomas extranjeros; he dado permiso para que se la leyera en aulas, iglesias y conferencias; se la ha transmitido muchas veces por radiotelefonía; ha aparecido en revistas y periódicos de colegios y escuelas".
PAPÁ OLVIDA
W. Livingston Larned

Escucha, hijo: voy a decirte esto mientras duermes, una manecita metida bajo la mejilla y los rubios rizos pegados a tu frente humedecida. He entrado solo a tu cuarto. Hace unos minutos, mientras leía mi diario en la biblioteca, sentí una ola de remordimiento que me ahogaba. Culpable, vine junto a tu cama.
Esto es lo que pensaba, hijo: me enojé contigo. Te regañé cuando te vestías para ir a la escuela, porque apenas te mojaste la cara con una toalla. Te regañé porque no te limpiaste los zapatos. Te grité porque dejaste caer algo al suelo.
Durante el desayuno te regañé también. Volcaste las cosas. Tragaste la comida sin cuidado. Pusiste los codos sobre la mesa. Untaste demasiado el pan con mantequilla. Y cuando te ibas a jugar y yo salía a tomar el tren, te volviste y me saludaste con la mano y dijiste: " ¡Adiós, papito!" y yo fruncí el entrecejo y te respondí: "¡Ten erguidos los hombros!"
Al caer la tarde todo empezó de nuevo. Al acercarme a casa te vi, de rodillas, jugando en la calle. Tenías agujeros en las medias. Te humillé ante tus amiguitos al hacerte marchar a casa delante de mí. Las medias son caras, y si tuvieras que comprarlas tú, serías más cuidadoso. Pensar, hijo, que un padre diga eso.
¿Recuerdas, más tarde, cuando yo leía en la biblioteca y entraste tímidamente, con una mirada de perseguido? Cuando levanté la vista del diario, impaciente por la interrupción, vacilaste en la puerta. "¿Qué quieres ahora?" te dije bruscamente.
Nada respondiste, pero te lanzaste en tempestuosa carrera y me echaste los brazos al cuello y me besaste, y tus bracitos me apretaron con un cariño que Dios había hecho florecer en tu corazón y que ni aun el descuido ajeno puede agotar. Y luego te fuiste a dormir, con breves pasitos ruidosos por la escalera.
Bien, hijo; poco después fue cuando se me cayó el diario de las manos y entró en mí un terrible temor.

Página 22 de 194
 

Paginas:
Grupo de Paginas:           

Compartir:




Diccionario: