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Pero entretanto los cañones del enemigo destrozaban sus filas. Y ellos seguían, decididos, irresistibles. De pronto la infantería de la Unión se alzó detrás del muro de piedra en el Cerro del Cementerio, donde se había ocultado, y disparó andanada tras andanada contra las fuerzas indefensas que iban avanzando. La cima del cerro era una llamarada, un matadero, un volcán. En pocos minutos, todos los comandantes de brigada, salvo uno, habían caído, y con ellos estaban en el suelo las cuatro quintas partes de los cinco mil hombres que mandaba Pickett.
El general Lewis A. Armistead, que conducía las tropas en el embate final, corrió adelante, saltó sobre el muro de piedra y, agitando la gorra en la punta de la espada, gritó:
-A ellos, muchachos.
Así lo hicieron. Saltaron sobre el muro, hincaron bayonetas en los cuerpos enemigos, aplastaron cráneos con sus mosquetes, y clavaron las banderas del Sur en el Cerro del Cementerio.
Las banderas flamearon allí por un momento apenas. Pero ese momento, breve como fue, resultó el momento supremo para la Confederación.
La carga de Pickett, brillante, heroica, fue no obstante el comienzo del fin. Lee había fracasado. No podía penetrar en el Norte. Y lo sabía. El Sur estaba perdido.
Tan triste, tan atónito quedó Lee, que envió su renuncia y pidió a Jefferson Davis, presidente de la Confederación, que designara a "un hombre más joven y más capaz". Si hubiera querido culpar a cualquier otro jefe por el desastroso fracaso de la carga de Pickett, habría encontrado muchas excusas. Algunos de sus comandantes divisionarios fallaron. La caballería no llegó a tiempo para apoyar el ataque de la infantería. Esto resultó mal y aquello también.
Pero Lee era demasiado noble para culpar a los demás. Cuando los soldados de Pickett, vencidos, ensangrentados, volvieron trabajosamente a las líneas confederadas, Robert E.
Lee salió a su encuentro, a solas, y los recibió con una autocrítica que era poco menos que
sublime.
-Todo esto -confesó- ha sido por culpa mía. Yo, y solamente yo, he perdido esta batalla.
Pocos generales de la historia han tenido el valor y la fuerza de carácter necesarios para admitir tal cosa. Michael Cheung, instructor de uno de nuestros cursos en Hong Kong, nos contó que la cultura china presenta algunos problemas especiales, y dijo que a veces es necesario reconocer que los beneficios de aplicar un principio pueden superar las ventajas de mantener una antigua tradición.