Cómo ganar amigos e influir sobre las personas (Dale Carnegie) Libros Clásicos

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Fue un error estúpido y quiero pedirle disculpas. Fue usted muy amable al dedicar parte de su tiempo a escribirme.
ELLA: Siento mucho, Sr. Carnegie, haberle escrito como lo hice. Perdí el tino. Quiero que me disculpe.
YO: ¡No, no! No es usted quien debe pedir disculpas, sino yo. Un niño no habría cometido el error que hice yo. Pedí disculpas por radio el domingo siguiente, pero quiero pedírselas personalmente ahora. ELLA: Es que yo nací en Concord, Massachusetts. Mi familia se ha destacado en ese estado durante dos siglos, y yo estoy muy orgullosa de todo lo que se refiere a Massachusetts. Me afligió mucho, en verdad, oírle decir que la Srta. Alcott nació en Nueva Hampshire. Pero estoy avergonzada de esa carta.
YO: Le aseguro que usted no pudo afligirse ni la décima parte de lo que me afligí yo. Mi error no lastimó a Massachusetts, pero a mí sí. Pocas veces las personas de su posición y su cultura tienen tiempo para escribir a quienes hablan por radio, y abrigo la esperanza de que me escribirá otra vez si nota algún error en mis conferencias.
ELLA: Quiero que sepa que me ha gustado mucho la forma en que acepta usted mis críticas. Debe ser usted muy simpático. Me gustaría conocerlo mejor. Así, pidiendo disculpas y simpatizando con su punto de vista, logré que ella se disculpara y simpatizara con el mío. Tuve la satisfacción de dominar mi mal genio, la satisfacción de devolver bondad por un insulto. Y me divertí mucho más al conseguir la simpatía de esa mujer que si le hubiera dicho que se arrojara de cabeza al río.
Todo hombre que ocupa la Casa Blanca se ve diariamente ante espinosos problemas de relaciones humanas. El presidente Taft no fue una excepción, y por experiencia conoció el enorme valor químico de la simpatía para neutralizar el ácido de los resquemores. En su libro «Etica en Servicio», Taft da un ejemplo bastante divertido sobre la forma en que suavizó la ira de una madre decepcionada y ambiciosa.
"Una señora de Washington -escribe Taft- cuyo marido tenía cierta influencia política, trató conmigo durante seis semanas o más a fin de que designara a su hijo para cierto cargo. Consiguió la ayuda de senadores y representantes en número formidable, y los acompañaba a verme para cuidar que defendieran bien su pedido. El cargo requería una preparación técnica y, según las recomendaciones del cuerpo administrativo, designé a otra persona.

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