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abrazamos todos en el puerto y nos dijimos adiós. En cuanto a mí, como en
el mundo de la Luna, del que entonces regresaba, el dinero se substituye
con versos y yo casi había perdido el recuerdo de tenerlo, el piloto
consideró pagado mi pasaje con el honor de haber llevado en su navío a un
hombre caído del Cielo. Nada nos impidió, pues, llegar hasta cerca de
Tolosa, donde tenían su casa unos amigos míos. Ardía yo en deseos de
verlos porque pensaba que les produciría mucha alegría con la narración de
mis aventuras. No os enojaré a vosotros contándoos todo lo que me sucedió
en el camino; me cansé, descansé, tuve sed, tuve hambre, bebí y comí.
Aunque en seguida me rodeasen los veinte o treinta perros que componían la
jauría de mi amigo, y aunque yo fuese vestido con muy poco aseo y
estuviese delgado y tostado por el Sol, mi amigo me reconoció en seguida,
y arrebatado por la alegría se tiró a mi cuello, y luego que me besó más
de cien veces todo tembloroso de contento, me llevó hacia su castillo, y
ya en éste, cuando las lágrimas de su alegría se detuvieron dando lugar a
su voz, la soltó a semejantes razones: «Por fin vivimos y viviremos a
pesar de todas las desgracias con que la fortuna ha peloteado nuestra
vida; ¡Dios mío!, realmente no es cierto el rumor que corrió de que
habíais sido quemado en el Canadá, en la hoguera de un fuego artificial
que vos inventasteis. Y, sin embargo, dos o tres personas de cabal juicio
entre las muchas que me dieron tan tristes noticias me han jurado que
habían visto y tocado ese pájaro de madera con el cual volasteis. Me
contaron que, por desgracia, habíais entrado dentro en el preciso momento
que le prendían fuego, y que la rapidez que adquirieron al quemarse los