Cyrano de Bergerac (Historia cómica de los Estados e Imperios del Sol) Libros Clásicos

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Sin embargo,
avergonzado por los reproches que me dirigía de no hacer bastante caso de
sus ruegos me resolví a complacerlos. Cogí, pues, la pluma entre mis
dedos, y tan pronto como acababa un cuaderno, impaciente por mi gloria,
que le preocupaba más que la suya, se iba con él a Tolosa para encomiarlo
entre las más distinguidas reuniones. Como él tenía fama de ser uno de los
más fuertes genios de su siglo, las alabanzas que de mí hacía, pues era mi
infatigable eco, me dieron a conocer ante todo el mundo. Ya los
grabadores, sin que jamás me hubiesen visto, habían burilado mi retrato, y
la ciudad estaba llena de gargantas roncas de mercaderes que por todas
partes gritaban hasta desgañitarse: «¡Este es el retrato del autor de los
Estados e Imperios de la Luna!» Entre las gentes que leyeron mi libro
había muchos ignorantes que sólo lo hojearon. Para imitar a los espíritus
de alta inteligencia, estos ignorantes aplaudieron como ellos y hasta
batieron palmas a cada palabra, miedosos de mal parecer; y muy contentos
gritaban: «¡Qué bien está!», aunque no entendiesen nada. Pero la
superstición, disfrazada de remordimientos, cuyos dientes son muy agudos,
y bajo el hábito de un necio, les fue mordiendo el corazón con tanta saña
que prefirieron renunciara la reputación de filósofos (que decididamente
era un hábito que les estaba muy ancho) que tener que dar cuentas el día
del juicio.
Y así es como la medalla se volvió al revés y se retractaron de sus
alabanzas. La obra, que antes les había merecido tanta atención, ya no la
consideran más que como una colección de cuentos ridículos, un amasijo de
retazos descosidos, un repertorio de Piel de Asno bueno para adormecer a
los chiquillos. Y apenas alguien conocía su sintaxis, ya se atrevía a
condenar al autor a que llevase una vela votiva a San Maturino.

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