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Este contraste de opiniones entre las de los hábiles y las de los
idiotas todavía aumentó más el crédito de mi obra; poco después las copias
manuscritas se vendieron como pan bendito. Todo el mundo, y aun los que
están fuera del mundo, es decir, desde el gentilhombre hasta el monje,
compraron mis obras. Hasta las mujeres. Todas las familias se dividieron,
y tan lejos fue la pasión por estas discusiones, que la ciudad se escindió
en dos partidos: el Lunista y el Antilunista.
Ya estaban en las escaramuzas de la batalla, cuando una mañana vi
entrar en la habitación de Colignac a nueve ancianos que le hablaron de
esta manera: «Señor: vos sabéis muy bien que todos los que en esta
compañía estamos somos aliados, parientes o amigos vuestros y que, por
consiguiente, no puede sucederos nada vergonzoso sin que vuestro rubor no
lo sintamos en nuestras frentes. Nosotros hemos sabido que vos albergáis a
un brujo en vuestro castillo...» «¡Un brujo! -exclamó Colignac-. ¡Dios
mío, decidme quien sea! Yo inmediatamente le pondré en vuestras manos;
pero antes hay que asegurarse de que eso que decís no sea una calumnia».
«¡Cómo calumnia, señor! -interrumpió uno de los venerables-. ¿Acaso hay
algún tribunal que sepa más de brujos que el nuestro? En fin, mi querido
sobrino, para no teneros más tiempo suspenso debo deciros que el brujo a
quien nosotros acusamos no es sino el autor de Estados e Imperios de la
Luna; ni él mismo podría negar que es el más gran mágico de Europa después
de lo que confiesa; porque ¿es acaso posible subir a la Luna, puede esto
ocurrir sin que ande por medio...» «No acertaría yo a nombrar la bestia;
pero además decidme: ¿qué iría a hacer en la Luna?» «¡Linda pregunta!
-interrumpió otro-; pues asistir al aquelarre que tal vez habría de