Cyrano de Bergerac (Historia cómica de los Estados e Imperios del Sol) Libros Clásicos

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celebrarse allí ese día; y si no lo creéis así, fijaos en cómo se
entrevistó con el Demonio de Sócrates. Y después de todo esto ¿os extraña
todavía que el Diablo, como él dice, le haya traído a este mundo? Pero sea
de ello lo que sea, pensad que tantas Lunas, tantas caminatas, tantos
viajes por el aire, no vienen a decir nada bueno; es más, no pueden ser
nada bueno. Y ahora quede esto entre nosotros (y en diciendo esto acercó
su boca a los oídos de Colignac): no he conocido nunca ningún brujo que no
haya tenido que ver con la Luna». Dichas estas simplezas se callaron,
dejando a Colignac tan suspenso ante todas estas extravagancias que no
pudo articular palabra. Viendo lo cual un venerable cernícalo que hasta
entonces no había hablado, dijo: «Sabed, querido pariente, que estamos en
el secreto de lo que os sorprende. El mago es una persona a la que vos
estimáis. No temáis, pues, nada; en consideración a vos las cosas se
llevarán suavemente: sólo os pedimos que le entreguéis en nuestras manos,
y en gracia al cariño que os profesamos os prometemos por nuestro honor
que le mandaremos quemar sin meter escándalo ninguno».
Al oír estas palabras Colignac, aunque era siempre muy sereno, no
pudo contenerse y soltó una gran carcajada, con la que ofendió mucho a sus
señores parientes; de suerte que éstos no obtuvieron de él otra respuesta
a ninguno de los términos de su arenga que muchos ah, ah, ah y muchos oh,
oh, oh; tanto, que los buenos señores, muy escandalizados, se marcharon
llenos de vergüenza, que no diré que fue muy corta, pues les duró hasta
Tolosa. Cuando ya ellos hubieron partido, yo me llevé a Colignac a su
despacho, y cerrando la puerta tras nosotros, le dije: «Conde, estos
embajadores de largas barbas me parecen cometas cabelludos; temo que el

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