Cyrano de Bergerac (Historia cómica de los Estados e Imperios del Sol) Libros Clásicos

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de la Naturaleza entrándose por los ojos dejaban el alma encantada. Y
estando consagrado a la contemplación de este conjunto observé al mismo
tiempo al marqués, que se paseaba solo por una gran avenida que dividía en
dos partes iguales el jardín. Andaba lentamente y con la cabeza pensativa.
Mucho me extrañó a mí verle, contra su costumbre, tan mañanero; lo cual
hizo que con prisa fuese a su encuentro para preguntarle la causa de su
madrugada. Me contestó él que algunos sueños pesados que habían
atormentado su espíritu le hicieron bajar al jardín más temprano que de
costumbre, para curarse con la luz del día el daño que le hiciera la
sombra de la noche. Yo le confesé que una pena parecida me había impedido
a mí el dormir, y ya iba a contarle los detalles de mi desvelo; pero
apenas había abierto yo los labios observamos que por un rincón de la
empalizada que cruzaba nuestra avenida venía Colignac andando a grandes
pasos; apenas nos distinguió nos dijo desde lejos: «Aquí tenéis un hombre
que acaba de libertarse de las más espantosas visiones que sean capaces de
dar al traste con el buen juicio. Tan pronto como he podido ponerme mi
jubón he bajado para contároslo; pero no os encontré ni a uno ni a otro en
vuestras habitaciones; por eso he acudido corriendo al jardín, sospechando
que en él estaríais». Efectivamente, el pobre gentilhombre estaba casi sin
alientos. Tan pronto como los recobró nosotros le exhortamos a que se
descargase de una cosa que aunque muchas veces es algo muy ligero no deja
nunca de pesarnos mucho. «Ese es mi propósito -nos replicó él-; pero ante
todo sentémonos». Un dosel de jazmines nos ofreció al punto la frescura de
su aroma y el asiento que necesitábamos. En él nos reunimos, y cuando los
tres estábamos ya sentados, Colignac habló de esta manera: «Sabréis que

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