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que me sugirió toda la trama y el enredo de esta aparición. «Pues sí,
señor, vaya que sí, señor mío; he de hacer todo lo que el Ángel me manda.
Pero es preciso que sea a las nueve, porque nuestro amo estará entonces en
Tolosa, en las bodas de la hija del verdugo. Diablos, sabed que el verdugo
es todo un señorón. Se dice que ella al casarse heredará de su padre más
escudos que vale un reinado. Además es bella y rica; pero estas joyas no
suelen ser para los mozos pobres. Diablo, mi buen señor, es necesario que
vos sepáis...» Cuando llegó a este punto no pude yo dejar de
interrumpirle, porque presentía que con estas discusiones no llegaríamos
más que a ensartar muchos despropósitos; así es que cuando ya hubimos
convenido nuestra fuga, el rústico me abandonó. Al día siguiente, en el
punto y la hora convenidos, vino para libertarme. Yo dejé mis ropas en el
calabozo y me vestí con guiñapos, como lo habíamos convenido la víspera, a
fin de que nadie pudiese conocerme. En cuanto estuvimos en la calle le di
los veinte escudos que le tenía prometidos. Él los miró durante mucho
tiempo y con unos ojos muy abiertos. «Son de oro, y oro de quilates», le
dije yo, dándole mi palabra. «Vamos, señor -me replicó él-, no es esto lo
que yo sueño, sino en que la casa del gran duque Macé está por vender, con
su cercado y su viña. Yo la conseguiría por doscientos francos. Ahora
bien; todavía se tardará ocho días en sacarla a subasta, y quisiera
rogaros, muy señor mío, que si no os causaba gran molestia procuraseis que
mientras el gran Macé no tenga bien contados vuestros escudos en la guarda
de su alcancía no se conviertan éstos en hojas de encina». La ingenuidad
de este granuja me hizo reír.