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«¡Vaya
un hombre de honor! -exclamaba esta canalla-. Tanto honor como dice que
tiene, y en cuanto ha visto a este caballero en seguida ha dicho que
estaba perdido». Y lo bueno de la comedia era que como el carcelero iba
vestido con traje de fiesta, tenía miedo de confesarse mayordomo de la
boda del verdugo, y temía que si se descubría esta circunstancia todavía
le apalearían más. Yo por mi parte, aprovechando la confusión de la
algazara me di a la fuga; dejé a mis piernas en libertad y pronto ellas me
pusieron en salvo. Pero, por mi desgracia, el que todo el mundo me
volviese a mirar me sumió en mis primeras alarmas; de tal modo que si por
ventura el espectáculo de mis mil harapos, que como una danza de
pordioseros bailaba a mi alrededor, excitaba en cualquier boquiabierto el
deseo de mirarme, en seguida temía que leyese en mi frente que yo era un
prisionero fugado. Si un transeúnte sacaba la mano de debajo de su capa,
en seguida me figuraba que era un corchete que alargaba el brazo para
detenerme. Si veía a otro que me dejaba la acera sin mirarme a los ojos,
tenía ya por seguro que fingía no haberme visto para atraparme por la
espalda. Si veía a un mercader que entraba en la tienda, me decía: va a
descolgar su alabarda. Si veía un lugar de la calle con más gente que de
costumbre, pensaba: tanta gente no se ha reunido ahí sin ninguna mala
intención. Si, en cambio, en otro sitio, no encontraba a nadie, pensaba:
aquí me acechan. Cuando cualquier estorbo se oponía a mi paso, me decía:
han hecho barricadas en las calles para cogerme en un cepo. Finalmente,
como el miedo llegase a ofuscarme la razón, ya cada hombre me parecía un
arquero, cada palabra un «¡deteneos!» y cada ruido el insoportable