Cyrano de Bergerac (Historia cómica de los Estados e Imperios del Sol) Libros Clásicos

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Iba yo pensando en esto y haciendo mi camino, cuando de pronto me vi
obligado a retroceder en él porque mi venerable carcelero y alguna docena
de arqueros conocidos suyos, que le habían libertado de las manos de la
gentuza, se habían amotinado, y patrullando por toda la ciudad para
encontrarme, por mi desgracia vinieron todos ellos a reunirse sobre mis
pasos. En cuanto me vieron con sus ojos de lince, echar ellos a correr con
todas sus fuerzas y yo a volar con todas las mías, fue todo una misma
cosa. Con tanta ligereza andaban mis perseguidores que algunas veces mi
libertad sentía sobre mi cuello el aliento de los tiranos que querían
oprimirla; pero parecía que el aire que éstos empujaban al correr tras de
mí todavía me ayudaba a aventajarlos. Por fin el Cielo, o mi temor, me
dieron cuatro o cinco callejuelas de ventaja. Aquí fue el perder mis
perseguidores sus alientos y sus mañas, y yo la vista y el estrépito de
esta importuna canalla. Es indudable que el que nunca se vio por semejante
mal afligido ni pasó tales agonías no puede apreciar la alegría que me
embargó cuando ya me vi libre. Con todo, como mi libertad exigía todo mi
cuidado, resolví avaramente no perder ningún minuto de los que tenía el
tiempo que ellos empleaban para alcanzarme. Me embadurné la cara, me
ensucié de polvo el pelo, me despojé de mi jubón, me dejé caer las calzas,
y tiré mi chapeo en un sumidero; con esto y con tender mi pañuelo en el
suelo, sujetándolo con cuatro piedras que puse en sus cuatro puntas como
lo hacen los enfermos de peste, me tendí de bruces en el suelo, y con voz
tristísima me puse a gemir muy blandamente. Apenas hube hecho esto,
cuando, mucho antes de oír el ruido de sus pies, oí los gritos de aquella

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