Cyrano de Bergerac (Historia cómica de los Estados e Imperios del Sol) Libros Clásicos

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tengáis el cuerpo prisionero, tendréis los ojos en libertad». «¡Ay, mi
querido Dyrcona -exclamó entonces el conde tomando la palabra-, cuántas
desdichas por no haberte llevado con nosotros cuando salimos de Colignac!»
El corazón, con no sé qué ciega tristeza, cuya causa yo ignoraba, me
predecía algo espantoso; pero no importa, yo tengo buenos amigos, tú eres
inocente, y en todo caso yo sé muy bien cómo se muere gloriosamente. Tan
sólo una cosa me desespera, y es que el bribón al cual yo quería dar los
primeros golpes de mi venganza (ya sospecharás que me refiero a mi cura)
no puede ya recibirlos: el miserable acaba de entregar su alma a Dios. He
aquí detalles de su muerte. Iba corriendo con su servidor para encerrar a
tu corcel en su cuadra, cuando este caballo, que posee una fidelidad acaso
aumentada por las secretas luces de su instinto, lleno de fogosidad se
puso a galopar, y con tanta furia y éxito lo hizo que con tres coces que
dieron al traste con la cabeza de ese bufón dejó vacante su prebenda. Tú
no comprenderás acaso las causas del odio que me tenía este insensato, mas
yo te las voy a descubrir. Sepas, ante todo, para empezar la historia por
sus comienzos, que este santo varón, normando de nacimiento y enredador de
oficio, que desbeneficiaba con el dinero de los peregrinos una capilla
abandonada, puso sus miras sobre el curato de Colignac, y a pesar de mis
esfuerzos para mantener al que lo gozaba en el derecho que le asistía, el
muy pícaro se mostró tan meloso con sus jueces que por fin y muy a nuestro
pesar fue nuestro pastor.
Al cabo de un año tuvo conmigo un pleito para hacer que yo pagase el
diezmo. Por más que se le demostró que desde tiempo inmemorial mi tierra
estaba libre de ese tributo, quiso seguir su proceso y lo perdió al fin;

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