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Me figuraba que tendría que buscarle trabajo a las costureras pobres, lavar niñitas sucias, o ir a visitar a algún enfermo de una enfermedad espantosa, y me iba preparando para aceptar lo que fuera, mientras subía la cuesta luchando contra un fuerte viento. De repente, el sombrero se me voló y salió rodando, con gran contento de unos diablillos negros, que se limitaron a reírse y aplaudir, mientras yo lo perseguía furiosa al ver que se me escapaba. Al fin lo saqué de un charco y me encontré en una situación muy desagradable. El elástico se había roto, la pluma estaba mojada y el pobre sombrero todo manchado de barro. No me importó mucho porque era el viejo -pues iba con mi ropa de trabajo, como es natural-. Pero no podía volver a casa con la cabeza descubierta y no conocía a nadie por aquel barrio. Di media vuelta a fin de entrar en un almacén de comestibles que había en la esquina, para pedirles un cepillo o comprar una hoja de papel para cubrirme, porque parecía una loca con el sombrero todo sucio y los cabellos despeinados. Afortunadamente, en la otra esquina vi una tienda de novedades y corrí a ocultarme en ella, porque los chicuelos seguían gritando y la gente se me quedaba mirando. La tienda era muy pequeña y detrás del mostrador estaba sentada una mujer, alta y delgada, que cosía un gorrito de niño. Parecía pobre, triste y amargada, pero se compadeció de mí, y mientras me cosía el elástico, me secaba la pluma y me cepillaba el polvo, yo me puse a calentarme y a mirar en torno mío para ver qué podía comprarle en pago a sus molestias.
"En el escaparate había unos cuantos delantales para niños, adornados con encajes, pelotas y ligas pasadas de moda, dos o tres muñecas y una pequeña y pobre colección de diversas mercaderías. Sin embargo, en una vitrina que había en la mesa que servía de mostrador, vi algunas cosas realmente lindas, de peluche, seda y cintas, hechas con verdadero gusto. Así que dije, compraré un alfiletero, y una pelota, y un par de zapatitos de bebé, hechos como si fueran unos calcetines, con correíllas de color de rosa, tan lindos y primorosos, que me agradó comprarlos para el bebé de mi prima Clara. La mujer parecía complacida, aunque tenía un modo de hablar muy severo y nunca sonreía.