La Liebre y la Tortuga (Louisa May Alcott) Libros Clásicos

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Louisa May Alcott
LA LIEBRE Y LA TORTUGA

¡Tras, tras, tras ! Ese ruido lo provocaban muchachos, al bajar a toda prisa.
¡Bum, bum! Esa era la bicicleta, al ser conducida por la sala.
¡Bang! Esa fue la puerta de calle al cerrarse al paso de los muchachos y la bicicleta. Entonces la casa quedó silenciosa por un rato, pese a que afuera, un rumor de voces sugería que tenía lugar una viva discusión.
La fiebre ciclística, que había llegado a Perryville, dominó durante todo el verano. Ahora el pueblo se parecía mucho a una laguna, antes tranquila, invadida por las zanquilargas chinches de agua, que cruzan la superficie en todas las di recciones. En efecto; ruedas de todas clases iban para aquí y para allá, espantando a los caballos, atropellando a los pequeños, y arrojando de cabeza a sus jinetes de la manera más entretenida.
Los hambres abandonaban sus negocios para ver cómo los jovencitos probaban sus muchos vehículos: las mujeres se volvían hábiles en el vendaje de heridas y en el arreglo de ropas desgarradas; las muchachas más alegres pedían ser llevadas en el estribo posterior, y los muchachos clamaban por bicicletas para poder unirse al ejér­cito de mártires de la nueva moda.
Sidney West, que era el orgulloso poseedor de la mejor bicicleta del pueblo, exhibía su tesoro con enorme satisfacción, ante los ojos admirados de sus condiscípulos. Como había aprendido a conducirla en un patinadero de la ciudad, se jactaba de que no le quedaba nada por aprender, salvo las hazañas llevadas a cabo solamente por los gimnastas profesionales. Montaba con ágil pericia, avanzaba con tanta elegancia como permitía el movimiento circular de las piernas, y se arreglaba para mantenerse erguido sin demasiado peligro para sí mismo o para los demás. No mencionaba los revolcones que se llevaba de vez en cuando, ni los magullones que tenían a sus miembros de luto perpetuo, sino que ocultaba heroicamente sus dolores, y comprometía el silencio eterno de su hermano menor sobornándolo con alguna vuelta ocasional en la bicicleta vieja.
Hugh, que era un jovencito leal, consideraba a su hermano mayor como la persona más notable del mundo. Por eso perdonaba a Sid sus modales dominantes, como esclavo voluntario, admirador devoto y fiel imitador de todas las virtudes, actitudes y dones masculinos de su hermano mayor. Solamente disentían en cuanto a un detalle: la negativa de Sid a regalarle a Hugh su bicicleta vieja cuando llegó la nueva.

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