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Su última "chifladura" había sido traer todas las semanas algún artículo nuevo, ingenioso y útil para la joven ama de casa. Un día era una bolsa de notables broches para la ropa, el siguiente un maravilloso rallador de nuez moscada que se desintegraba a la primera prueba, un limpiacuchillos que dañó todos los de la casa o una barredora que arrancaba los pelos de las alfombras y dejaba la suciedad; un jabón que ahorraba trabajo pero destrozaba la piel de las manos, pegatodos infalibles que no se adherían a otra cosa que los dedos de los ilusos compradores y toda suerte imaginable de artículos de lata, desde un alcancía para monedas sueltas hasta una caldera mágica que lavaba las cosas en su propio vapor, con todas las perspectivas de estallar en la operación.
Era inútil que Meg le rogara:
-¡Basta!..., que John se riera de él y que Jo lo llamase "Don Descubrimiento". Le había atacado la manía de favorecer la inventiva yanqui. De modo que cada semana era testigo de un nuevo absurdo.
Por fin todo estuvo terminado, hasta el detalle d´ los jabones de distintos colores arreglados por Amy para hacer juego con la decoración de los cuartos y la mesa tendida por Beth para la primera comida.
-¿Estás satisfecha? ¿Te da la impresión de hogar? -preguntó la señora de March recorriendo con Meg las dependencias del nuevo y pequeño reino del brazo las dos, pues en ese momento madre e hija parecían más estrechamente ligadas que nunca.
-Sí, mamá, completamente satisfecha, ¡gracias a todos ustedes! Y tan feliz que ni siquiera puedo hablar -respondió Meg.
-Si tuviese una o dos sirvientas sería perfecto -observó Amy saliendo de la sala, tratando de decidir dónde quedaba mejor el Mercurio de bronce, si en la chimenea o en la rinconera.
-Mamá y yo hemos hablado ya del asunto y me he decidido a probar primero su idea: habrá tan poco que hacer que bastará con Lotty para los mandados y ayudarme en algunas cosas, de modo que tenga yo sólo el trabajo suficiente como para librarme de la holganza y de extrañarlos a todos -respondió Meg.
-Sarita Moffat tiene cuatro... -comenzó Amy.
-Si Meg tuviese cuatro sirvientes no cabrían en la casa y el señor y la señora tendrían que acampar en el jardín -interrumpió Jo, quien, envuelta en un gran delantal, daba el último toque a los bronces de las puertas.