Las Mujercitas se casan (Louisa May Alcott) Libros Clásicos

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Y se habían reído mucho al decir esta última palabra, como si la sola idea les pareciese absurda. Pero habían sabido mantener su resolución. De modo que Meg siguió luchando por su cuenta con aquel refractario dulce todo ese largo día de verano, y a las cinco de la tarde no pudo más y se sentó en su cocina vuelta patas arriba, y elevó la voz para... ¡llorar!
Debemos consignar que en el primer entusiasmo de su vida matrimonial Meg había dicho, no una sino muchas veces: "Mi marido se sentirá siempre libre para traer un amigo a casa cuantas veces quiera y siempre me encontrará lista... nada de agitaciones, de regaños, sino que la casa estará siempre arreglada, la esposa de buen ánimo y una buena comida preparada... Juan, querido, nunca te detengas a pedirme permiso, invita a quien quieras y puedes estar seguro de mi acogida."
¡Qué encantador era todo aquello, por cierto! John resplandecía de orgullo al oírselo decir y consideraba una bendición tener una mujer superior. Sin embargo, aunque varias veces tuvieron invitados, nunca fueron inesperados y Meg no había tenido hasta ahora la oportu­nidad de lucirse.
De no olvidarse Juan completamente de la bendita jalea, hubiese sido imperdonable de su parte elegir aquel día fatídico para traer un invitado a comer sin anunciarlo. Felicitándose interiormente de que se había encargado por la mañana una espléndida comida para la noche y segurísimo de que iba a estar todo listo al minuto de entrar en casa, anticipaba el efecto encantador que iba a hacer al amigo cuando su bonitísima esposa saliera corriendo a recibirlos.
Pero este mundo está hecho para los desencantos, como Juan lo descubrió al aproximarse al Palomar. La puerta del frente, casi siempre abierta y hospitalariamente invitante, hoy no sólo estaba cerrada sino ¡con cerrojo! Y el barro de ayer adornaba todavía los escalones. Las ventanas de la sala estaban cerradas y las cortinas corridas sin que apareciera por ninguna parte la visión de la bonita esposa cosiendo en el porche, toda de blanco con un moñito enloquecedor en el pelo. Nada de todo eso apareció a la vista y sí, únicamente, un muchachito sospechoso dormido entre los matorrales de grosella.
Mucho me temo que haya ocurrido algo. Pasa al jardín, Scott, mientras busco a la señora... -dijo Juan alarmado.
Dando la vuelta a la casa corrió Juan tras un acre olor a azúcar quemada y el señor Scott lo siguió con una mirada extrañada en los ojos.

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