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Por su parte, Meg también había resuelto estar "serena y bondadosa con John, pero firme" para mostrar a él cuál era su deber. Por momentos anhelaba correr a recibirlo y pedirle perdón, y ser besada y consolada, como estaba segura de que ocurriría, pero, naturalmente, no lo hizo, y cuando vio venir a Juan comenzó a canturrear con toda naturalidad mientras se hamacaba y cosía como si fuese una dama de fortuna sentada en su gran salón.
Juan sufrió algún desencanto al no encontrar a una tierna Niobe; pero seguro de que su dignidad exigía la primera disculpa entró muy reposado, sentándose en el sofá con la siguiente observación, especialmente pertinente:
-Vamos a tener luna nueva, querida.
-No tengo ningún inconveniente -fue la respuesta de Meg, igualmente serena.
Otros cuantos temas fueron introducidos por el señor i Brooke y cortados por lo sano por la señora de Brooke, de modo que la conversación languideció lamentablemente. Juan se acercó a una ventana y desplegó su periódico. Meg se aproximó a la otra y cosió, como si ponerle rosetas nuevas a sus chinelas fuese una de las necesidades urgentes de la vida. Ninguno de los dos hablaba y ambos tenían aspecto "sereno y firme".
"¡Dios mío! -pensaba Meg-, la vida de casada es muy exasperante y, como dice mamá con mucho acierto, necesita de infinita paciencia, además de amor."
La palabra "madre" sugirió otros consejos maternales dados hace mucho tiempo y recibidos con protestas de incredulidad.
-Juan es un hombre -decía la madre-, pero tiene sus defectos y debes aprender a verlos y a soportarlos con el recuerdo de los tuyos. Es muy decidido, pero no va a ser nunca obstinado si razonas con bondad las cosas con él en lugar de oponerte impaciente a ellas. Es también muy exacto y exigente en lo que se refiere a la verdad: un rasgo muy bueno de carácter. No lo engañes nunca, ni de palabra ni de acto, Meg, y recibirás de él la confianza que mereces. Tiene su poquitín de mal carácter, no como el nuestro, un relámpago que pronto pasa, sino esa ira calma y sin arrebatos, rara vez encendida pero que una vez provocada es difícil de calmar. Ten cuidado, querida, de no despertar esa clase de ira contra ti, pues la felicidad y la paz dependen de conservar su respeto. Vigílate, sé la primera en pedir perdón si ambos han estado mal y guárdate de los resentimientos, las malas interpretaciones y las frases precipitadas.