Las Mujercitas se casan (Louisa May Alcott) Libros Clásicos

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-No podías haber estado peor -fue la respuesta aplastante de Amy-. ¿Cómo se te ocurrió contar todas esas historias de mi montura y de los sombreros, y los zapatos y todo lo demás?
-Porque es divertido y la gente se entretiene. Ya saben que somos pobres, ¿de qué sirve entonces pretender que tenemos caballerizos, nos compramos tres o cuatro sombreros por estación y obtenemos las cosas con tanta facilidad o tan buenas como las de ellas?
-No hay necesidad de revelar todos nuestros trucos exponiendo nuestra pobreza. No tienes ni un ápice de amor propio y nunca aprenderás cuándo debes callarte la boca y cuándo hablar -concluyó Amy con desesperación.
La pobre Jo parecía avergonzada y en silencio se restregaba la punta de la nariz con el pañuelo áspero como si quisiera hacer penitencia por haberse portado mal.
-¿Cómo me tengo que portar aquí? -preguntó cuando se acercaban a la tercera mansión.
-Como se te antoje... Yo me lavo las manos -fue la concisa respuesta de Amy.
-Entonces me voy a divertir. Los muchachos están en casa y lo vamos a pasar muy cómodos.
Una entusiasta bienvenida por parte de tres muchachos grandes y varios preciosos chiquillos suavizaron el espíritu alterado de Jo, dejando a Amy que entretuviera a la dueña de casa y al señor Tudor, que se encontraba allí de visita; Jo se dedicó a la gente joven y encontró el cambio muy edificante. Con sumo interés escuchó historias de escolares, acarició sin murmurar perros pachones y de lanas, estuvo completamente de acuerdo en que "Tom Brown era un tipo estupendo", sin prestar atención a la forma poco elegante del elogio, y cuando uno de los chicos propuso visitar su tanque de tortugas Jo se levantó con una celeridad que hizo que la mamá de la casa le sonriera agradecida por prestar tanta atención a sus chicos.
Dejando a su hermana librada a sus propios medios, Amy procedió a divertirse con todo su corazón. El tío del señor Tudor se había casado con una dama inglesa que era prima tercera de un lord, y Amy consideraba con gran respeto a aquella familia porque pese a su nacimiento y educación americanos y democráticos poseía esa reverencia por los títulos de que la mayoría de nosotros está también atacada. Pero ni aun la satisfacción de hablar con un pariente lejano de la nobleza inglesa hizo que Amy se olvidase del tiempo, y cuando hubo pa­sado el reglamentario número de minutos se arrancó de mala gana de tan aristocrática sociedad y se puso a buscar a Jo, deseando con fervor que su hermana no fuera a encontrarse en una situación que pudiese significar un bochorno para el nombre de March.

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