Las Mujercitas se casan (Louisa May Alcott) Libros Clásicos

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Pronto salió el sol y, tomándolo como un buen presagio, también yo me despejé con el tiempo y disfruté del viaje con toda mi alma.
La señora Kirke me dio una bienvenida tan cariñosa que en seguida me encontré cómoda, aun en esa casa tan grande y llena de extraños. Una salita minúscula cerca del cielo era todo lo que la señora tenía para darme, pero tiene una estufita y una linda mesa contra la ventana llena de sol. La hermosa vista y la torre de la iglesia que hay enfrente compensan de subir las escaleras y en seguida me aficioné a mi pequeño refugio. El cuarto de los chicos, donde voy a dar clase y coser, es muy agradable y queda al lado de la sala particular de la señora. Las dos nenas son bonitas y me imagino que bastante mimadas, pero me las conquisté con el cuento de los "Siete Chanchos Malos", y no tengo ninguna duda de que seré una gobernanta modelo.
Las comidas las haré con los chicos, si lo prefiero a la mesa general, y por ahora será así, porque soy tímida, aunque nadie lo creería.
Desde el principio, la señora, con su modo maternal, me dijo: "Querida, debe sentirse como en su propia casa. Yo no paro de la mañana a la noche, como se puede usted figurar, con tanta gente a quien atender, pero una gran inquietud ha sido eliminada al saber que las chicas serán atendidas. Nuestras habitaciones estarán siempre abiertas para usted. Hay gente muy agradable en la casa para cuando se sienta con ganas de hacer sociedad y sus noches serán siempre libres. No vacile en venir a decirme si cualquier cosa anduviese mal y sea aquí lo más feliz que pueda. Suena la campana para el té... Corro a cambiarme..." Y se marchó muy de prisa, dejándome que me instalara por mi cuenta en mi nidito.
Cuando bajé al poco rato vi algo que me gustó. Los tramos de la escalera son muy largos en esta vieja casa de techos altos, y cuando me quedé esperando al tope del tercero que subiese una sirvientita vi que un caballero que subía detrás de ella le tomaba el pesado canasto de carbón que traía la chica, se lo dejaba delante de una puerta del piso alto y luego se marchaba con un saludito amable, diciéndole con acento extranjero:

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