Las Mujercitas se casan (Louisa May Alcott) Libros Clásicos

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Antes de promediar la velada Jo se sintió tan desilusionada que optó por sentarse en un rincón para recuperarse. Pronto se le reunió el señor Bhaer, bastante fuera de su elemento él también, según parecía. Algo más tarde algunos de los filósofos vinieron a reunírseles para sostener en aquel rincón una especie de torre intelectual. La conversación estaba muy por encima de la comprensión de Jo, pero con todo disfrutó en granele, aunque Kant y Hegel eran para ella dioses desconocidos y el Objetivo y el Subjetivo términos ininteligibles, y la única cosa "emanada de su subconsciente" fue un dolor de cabeza fortísimo cuando todo hubo terminado. Sólo cayó en la cuenta de que esos individuos estaban deshaciendo el mundo en pedacitos y juntándolos de nuevo según principios que, de acuerdo con los oradores, eran infinitamente mejores que los anteriores, que la religión estaba en serio peligro de desaparecer a fuerza de razonarla y que el intelecto había de ser el único dios.
Al darse vuelta para ver cómo iba tomando todo aquello el profesor lo encontró mirándola con la expresión más ceñuda que nunca viera en su rostro. Le hizo seña de que se fueran, pero ella, fascinada en ese momento por la libertad ofrecida por la Filosofía Especulativa, se quedó clavada en su asiento tratando de descubrir en qué habían de confiar aquellos ancianos señores tan sabios una vez que hubiesen aniquilado todas las demás creencias. El señor Bhaer era un hombre tímido, reacio a exponer sus opiniones, no porque no fuesen firmes sino precisamente porque eran demasiado sinceras y serias para ser tomadas con ligereza. Al mirar a Jo y a varios otros jóvenes como ella atraídos por el brillo de aquella pirotecnia filosófica el profesor frunció el entrecejo y anheló hablar temiendo que alguna joven alma inflamable fuese a ser desviada por seguir aquellos cohetes voladores para encontrarse cuando terminase la exhibición con que sólo tenían en la mano un palito vacío o una mano chamuscada.
Guardó silencio mientras pudo, pero cuando apelaron a él en demanda de una opinión el honesto profesor ardió de indignación y defendió la religión con toda la elocuencia de la verdad, elocuencia que hacía musical su inglés defectuoso y hermosísima su expresión. Su lucha fue ardua, pues los hombres eruditos argumentaban bien pero él no se daba por vencido y siguió enarbolando su estandarte como un valiente.

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