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De manera misteriosa, mientras Bhaer hablaba, el mundo se volvió a componer para Jo; las viejas creencias parecieron de nuevo mucho mejores que las nuevas; Dios no era una fuerza ciega y la inmortalidad no era una bonita fábula, sino un hecho bendito: Volvió a sentir bajo sus pies el suelo sólido, y cuando por fin se detuvo el señor Bhaer, vencido de palabra, pero ni un ápice convencido, Jo tuvo deseos de aplaudir y agradecerle lo que había dicho.
No hizo ninguna de las dos cosas, pero recordó aquella escena y otorgó al profesor su más sincero respeto, pues sabía que le había costado un gran esfuerzo hablar ante toda esa gente y que lo había hecho únicamente porque su conciencia no le había permitido quedar callado. Ahí comenzó a comprender que el carácter es una posesión mejor que el dinero, el rango social o la belleza, y a convencerse de que si la grandeza es "verdad, reverencia y buena voluntad", como dijo un gran hombre, entonces su amigo Bhaer era no sólo bueno, sino también grande.
Esta opinión se afianzó día por día. Jo valoraba la estima del gran hombre y ansiaba su respeto; quería ser digna de su amistad. Justamente cuando su deseo era más sincero, estuvo a punto de perderlo. Una noche el profesor vino a dar a Jo su clase con un gorro militar de papel que Tina le había puesto y que él había olvidado de quitarse.
"Es evidente que no se mira al espejo antes de venir", pensó Jo con una sonrisa al decir él "¡Buenas noches!" y sentarse muy serio, absolutamente inconsciente del contraste ridículo entre su tema y el adorno de su cabeza, pues esta noche iba a leerle la ´Muerte de Wallenstein".
Jo no dijo nada al principio y pronto se olvidó ella también, pues oír a un alemán leyendo a Schiller es una cosa seria. Después de la lectura vinieron los ejercicios, que estuvieron animados porque Jo se hallaba alegre aquella noche y el sombrero de papel continuaba haciéndole bailar los ojos de alegría. El profesor no podía entender qué le pasaba y por fin se detuvo:
-Mees Marsh, ¿por qué se ríe usted en la propia cara de su maestro?
-¿Cómo puedo ser respetuosa, señor, si usted se olvida de quitarse el sombrero?
Levantando la mano hasta la cabeza, el distraído profesor palpó y luego echó atrás la