Las Mujercitas se casan (Louisa May Alcott) Libros Clásicos

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De manera misteriosa, mientras Bhaer hablaba, el mundo se volvió a componer para Jo; las viejas creencias parecieron de nuevo mucho mejores que las nuevas; Dios no era una fuerza ciega y la inmortalidad no era una bonita fábula, sino un hecho bendito: Volvió a sentir bajo sus pies el suelo sólido, y cuando por fin se detuvo el señor Bhaer, vencido de palabra, pero ni un ápice convencido, Jo tuvo deseos de aplaudir y agradecerle lo que había dicho.
No hizo ninguna de las dos cosas, pero recordó aquella escena y otorgó al profesor su más sincero respeto, pues sabía que le había costado un gran esfuerzo hablar ante toda esa gente y que lo había hecho únicamente porque su conciencia no le había permitido quedar ca­llado. Ahí comenzó a comprender que el carácter es una posesión mejor que el dinero, el rango social o la belleza, y a convencerse de que si la grandeza es "verdad, reverencia y buena voluntad", como dijo un gran hombre, entonces su amigo Bhaer era no sólo bueno, sino tam­bién grande.
Esta opinión se afianzó día por día. Jo valoraba la estima del gran hombre y ansiaba su respeto; quería ser digna de su amistad. Justamente cuando su deseo era más sincero, estuvo a punto de perderlo. Una noche el profesor vino a dar a Jo su clase con un gorro militar de papel que Tina le había puesto y que él había olvidado de quitarse.
"Es evidente que no se mira al espejo antes de venir", pensó Jo con una sonrisa al decir él "¡Buenas noches!" y sentarse muy serio, absolutamente inconsciente del contraste ridículo entre su tema y el adorno de su cabeza, pues esta noche iba a leerle la ´Muerte de Wallenstein".
Jo no dijo nada al principio y pronto se olvidó ella también, pues oír a un alemán leyendo a Schiller es una cosa seria. Después de la lectura vinieron los ejercicios, que estuvieron animados porque Jo se hallaba alegre aquella noche y el sombrero de papel continuaba ha­ciéndole bailar los ojos de alegría. El profesor no podía entender qué le pasaba y por fin se detuvo:
-Mees Marsh, ¿por qué se ríe usted en la propia cara de su maestro?
-¿Cómo puedo ser respetuosa, señor, si usted se olvida de quitarse el sombrero?
Levantando la mano hasta la cabeza, el distraído profesor palpó y luego echó atrás la

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