Las Mujercitas se casan (Louisa May Alcott) Libros Clásicos

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No encontró el muchacho nada que lo confundiese o defraudase y en cambio sí mucho que admirar y aprobar, pues aparte de algunas afectaciones en los modales y el hablar, Amy seguía siendo tan agraciada y viva como siempre, con el agregado de ese indescriptible "no sé qué" del vestir y del porte que se llama comúnmente elegancia. Había ganado cierto aplomo en su andar y en su conversación que la hacían aparecer más mujer de mundo de lo que en realidad era, aunque a veces asomaba todavía su vieja quisquillosidad.
Laurie vio lo suficiente como para satisfacerlo e interesarlo, quedándole la bonita imagen de una muchacha de cara alegre y al sol.
Cuando llegaron a la meseta de piedra que corona la colina, Amy dijo señalando cosas distintas: -¿Te acuerdas de la Catedral y del Corso, de los pescadores que arrastran las redes en la bahía y del precioso camino a Villafranca, de la Torre de Schubert, un poco más abajo, y lo mejor de todo, la mancha allí, mar adentro, que según dicen es Córcega?
-Sí, me acuerdo... No ha cambiado gran cosa -respondió el muchacho sin entusiasmo.
-¡Qué no daría Jo por ver esa famosa mancha!... -agregó Amy.
-Sí -fue todo lo que dijo Laurie. Pero se volvió y forzando la vista quiso ver aquella isla que una muchacha aún más usurpadora que Napoleón hacía ahora interesante a sus ojos.
-Ven aquí y, dime qué ha sido de tu vida todo este tiempo -le dijo entonces Amy preparándose para tener con él una sabrosa conversación.
Pero no fue así, pues aunque se le reunió como le pedía y contestó sin reserva todas las preguntas de la chica, lo único de que ésta pudo enterarse fue que el muchacho había vagado por todo el continente. De modo que después de pasear durante una hora se volvieron al hotel donde paraba Amy, y Laurie se despidió prometiendo volver esa noche.
No podemos dejar de consignar el hecho de que, a toda conciencia, Amy se acicaló para "presumir" aquella noche. El tiempo y la ausencia habían actuado en los dos jóvenes: ella veía ahora a su antiguo amigo en un aspecto nuevo, no ya como "nuestro muchacho", sino como un hombre, buen mozo y agradable, y era muy natural que la chica tuviese el deseo de agradarle. Como conocía sus puntos fuertes, los aprovechaba al máximo gracias a la habilidad y el buen gusto, que son una fortuna para las chicas bonitas y pobres.

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