Fouché (Stefan Zweig) (Stefan Zweig) Libros Clásicos

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Con ellos están Condorcet, Roland, Servan, los hombres que tienen en sus manos los Ministerios, que influyen en todos los nombramientos y que reparten las prebendas. Allí puede estar seguro. Y allí se sienta.
Pero cuando casualmente levanta los ojos hacia donde han tomado posiciones los adversarios, los radicales, se cruza su mirada con otra mirada severa, desdeñosa. Su amigo Maximiliano Robespierre, el abogado de Arras, ha reunido allí, a su alrededor, a sus partidarios. Irónico y glacial, orgullosos de la propia terquedad, que no perdona en los demás vacilaciones y flaquezas, observa con crueldad, a través de sus impertinentes, al oportunista Fouché. En este momento se rompe el último lazo de la amistad entre estos dos hombres. Desde entonces, Fouché siente a su espalda, detrás de sus ademanes y sus actos, la mirada de frío examen y severa observación del eterno acusador, del implacable puritano ¡Hay que tener cuidado!
Nadie tiene más cuidado que él. En los protocolos de las sesiones de los primeros meses, el nombre de Joseph Fouché no aparece jamás. Mientras todos se precipitan con ímpetu y presunción hacia la tribuna para hacer proposiciones, para declamar latiguillos, para acusarse y enemistarse, el diputado de Nantes nunca pone los pies en el púlpito. La insuficiencia de voz (ésa es su excusa ante sus amigos y electores) le impide hablar públicamente. Y como todos los demás se quitan ávidamente la palabra de la boca, el silencio de esta aparente modestia se destaca con simpatía. Pero en realidad no es modestia, sino cálculo. El exfísico estudia primero el paralelogramo de las fuerzas, observa, duda antes de formular su opinión, porque ve oscilar continuamente la balanza. Precavido, reserva su voto decisivo para el momento en que comience a inclinarse definitivamente hacia un lado o hacia el otro. ¡Por nada del mundo gastarse demasiado pronto; por nada del mundo someterse antes de tiempo; por nada del mundo comprometerse para siempre! Aun no se ve con claridad si la revolución va a comenzar
o a retroceder y, como buen hijo de marinero, espera que el viento sea favorable para lanzarse al lomo de la ola, y mientras tanto mantiene su nave en el puerto.
Además, ya en Arras, detrás de los muros del convento, había observado qué pronto en una revolución se gasta la popularidad, cómo el grito popular de "Hossanna" se convierte en el grito de "Crucifige".

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