Fouché (Stefan Zweig) (Stefan Zweig) Libros Clásicos

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Todos o casi todos los que durante la época de los Estados Generales y de la Asamblea Constitucional se habían destacado, eran víctimas del olvido o del odio. El cadáver de Mirabeau, todavía ayer en el panteón, había sido exhumado vergonzosamente de aquel lugar; Lafayette, celebrado hacía sólo algunas semanas como padre de la Patria, era considerado traidor; Custine, Pethion, ovacionados poco antes, se arrastraban en la sombra, lejos de la publicidad. No. No había que salir precipitadamente a la luz, no había que comprometerse con demasiado ligereza; que se inutilicen, que se gasten los demás. Una revolución -lo sabe muy bien este hombre de sutileza precoz- nunca pertenece al primero, al que la inicia, sino al último, al que la culmina aferrándose a ella como a una presa.
Así se agazapa taimada e intencionadamente en la oscuridad. Se acerca a los poderosos, pero evita todos los Poderes públicos y visibles. En lugar de escandalizar en la tribuna y en los periódicos, prefiere ser elegido en las Comisiones, donde, en la sombra, conquista conocimiento de la situación e influencia sobre los acontecimientos sin ser visto ni odiado. Y en efecto, su manera tenaz y rápida de trabajar le gana simpatías; su invisibilidad lo protege contra toda evidencia. Desde su despacho, puede observar cómo se ensañan los tigres de la "montaña" y las panteras de la Gironde, cómo los grandes apasionados, las grandes figuras destacadas de un Vergniaud, Condorcet, Desmoulins, Danton, Marat y Robespierre se hieren a muerte. Él mira y espera, porque sabe que hasta que no se aniquilen los apasionados, no empieza la época de los que supieron esperar, de los prudentes. Sólo se decidirá cuando vislumbre que la batalla está ganada. Esta espera en la oscuridad es la actitud de Joseph Fouché durante toda su vida. No ser nunca el objeto visible del Poder y, sin embargo, dominarlo por completo; tirar de todos los hilos eludiendo siempre la responsabilidad. Parapetarse detrás de una figura importante, empujarla hacia adelante y, en cuanto avance demasiado, en el instante decisivo, traicionarla de manera rotunda. Este es su papel preferido. Lo interpreta como el más perfecto intrigante de la escena política, con veinte disfraces, en innumerables episodios bajo los republicanos, los reyes o los emperadores, siempre con el mismo virtuosismo.
A veces se le presenta la oportunidad y, con ella, la tentación de representar el rol principal, el papel de héroe en el drama mundial.

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