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Allí en medio de la revolución de 1792, los obreros por primera vez forman una masa proletaria visible, rígidamente separada de los fabricantes, realistas y capitalistas. No es un milagro que sea precisamente en este suelo ardiente donde los conflictos adquieren formas más sangrientas y fanáticas, tanto en la reacción como en la revolución.
Los partidarios de los jacobinos, las masas de los obreros y de los desocupados, se agrupan alrededor de unos de esos hombres singulares que surgen en todas las transformaciones mundiales, uno de esos seres puros, idealistas y creyentes, que con su fe suelen causar peores males y derramar más sangre con su idealismo, que los más brutales políticos y los tiranos más feroces. Siempre será justamente el hombre puro, religioso, extático, el reformador, quien, con la intención más noble, dará lugar a los asesinatos y desgracias que él mismo detesta. En Lyon se llamó Chalier, un sacerdote escapado y antiguo comerciante, para quien la revolución significó otra vez el cristianismo auténtico y verdadero, y se entregó a ella con amor desinteresado y supersticioso. Su filantropía fanática ve en la conflagración general la aurora de una humanidad nueva y eterna. Es un idealista conmovedor. cuando cae la Bastilla toma en sus manos una piedra del baluarte y, cargado con ella seis día y seis noches, la lleva de París a Lyon, donde la utiliza de ara para un altar. Venera como a un dios a Marat, a este experto en libelos de sangre caliente, fervoroso, en quien ve una nueva Pythisa. Aprende sus discursos escritos de memoria y con sus sermones, místicos e infantiles, arrebata a los obreros de Lyon. Instintivamente el pueblo ve en él una caridad cálida y comprensiva. Por otra parte, los reaccionarios de Lyon comprenden que es mucho más peligroso un hombre poseído con tanta pureza por el espíritu revolucionario, que raya en las fronteras de la locura, más rebosante de amor al prójimo, que los jacobinos más estrepitosos y rebeldes. En él se concentra todo el amor y contra él se dirige todo el odio. Y al primer motín, encierran en la cárcel como presunto caudillo de los revoltosos a este idealista neurótico y un poco ridículo. Se le achaca una carta falsificada que lo compromete, para fundamentar una denuncia que permite condenarlo a muerte, para escarmiento de radicales y como un desafío a la Convención de París. Inútilmente la Convención, indignada, envía mensajero tras mensajero a Lyon para salvar a Chalier y amonesta, exige y amenaza al magistrado insubordinado.