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La revolución francesa no pecó por embriaguez de sangre, sino por haberse embriagado con palabras sangrientas. Para entusiasmar al pueblo y para justificar el propio radicalismo, se cometió la torpeza de crear un lenguaje cruento; se empezó a hablar constantemente de traidores y patíbulos. Y después, cuando el pueblo, emborrachado, poseído por estas palabras brutales y excitantes, pide efectivamente las "medidas enérgicas" anunciadas como necesarias, entonces a los caudillos les falta el valor de resistir: tienen que guillotinar para no desmentir sus frases de constante alusión a la guillotina. Los hechos fatalmente van a seguir a las palabras frenéticas. Así se inicia una desenfrenada carrera, en la que nadie se atreve a quedar atrás en la persecución de la aureola popular. Siguiendo la irresistible ley de la gravedad, viene una ejecución detrás de otra; lo que empezó como un sangriento juego de palabras, se convierte en puja feroz de cabezas humanas. Se hacen así miles de sacrificios, no por placer, ni siquiera por pasión, y mucho menos por energía, sino simplemente por indecisión de los políticos, de los hombres de partido que carecen de coraje para resistir al pueblo; por cobardía, en último término. Por desgracia, la historia no es siempre, como nos la cuentan, historia del valor humano; es también historia de la cobardía humana. Y tampoco la política (como se quiere hacer creer a todo trance) es guía de la opinión pública, sino inclinación humillante de los caudillos precisamente ante la instancia que ellos mismos han creado e influido. Así nacen siempre las guerras: de un juego con palabras peligrosas, de una superexcitación de las pasiones naciones; lo mismo que los crímenes políticos; ningún vicio y ninguna brutalidad en la tierra han vertido tanta sangre como la cobardía humana. Entonces, si Joseph Fouché llegar a ser en Lyon el verdugo de las masas, no será por pasión republicana (él no conoce ninguna pasión) sino únicamente por miedo a caer en desgracia como moderado. Pero en la historia no deciden los pensamientos, sino los hechos, y aunque se haya defendido mil veces la expresión del "mitrailleur de Lyon", quedará estigmatizado como tal. Y ni siquiera la capa ducal podrá ocultar la huella de sangre de sus manos.
El 7 de noviembre llega Collot d´Herbois a Lyon y el 10 llega Joseph Fouché . Inician su trabajo inmediatamente. Pero antes de la verdadera tragedia, el ex cómico y el ex sacerdote ponen en escena una breve comedia satánica que constituye tal vez la farsa más cínica y provocativa de la revolución francesa: una especie de misa negra en pleno día.